sábado, 13 de marzo de 2010

Abordan este número


Ante ustedes,

El Apéndice de Pablo 7

En la sección

Terminal de poetas

tendremos a

Ana Lucía De Bastos y Dayana Frailes,

acompañadas de

Graciela Yáñez Vicentini y Maryfel Alvarado Méndez.


Seguidamente, cuentos de

Keila Vall de la Ville,

Miguel Hidalgo Prince y

Mario Morenza

en Andén Narrativo Este.


Marianela Díaz Cardozo

expone sus fotografías en

nuestro MOMAP.


Vagones Breves,

una experiencia minificcional

para provecho de todos

con minicuentos de

Yoel Villa, Hensli Rahn

y la premiada ensayista

e investigadora, ahora minicuentista,

Mariana Libertad Suárez.


Transferencia Crónica

Nos trae a Dayana Frailes,

acompañada de Ricardo Ramírez,

Érika Roosen y Carolina Rodríguez Tsouroukdissian.


Para cerrar

Andén Narrativo Oeste

con Alexis Pablo, Annabel Petit,

y como invitado, Luis Felipe Castillo




Estación Poética

Ana Lucía De Bastos VIII

Dayana Frailes 7


Poetisas invitadas

Graciela Yáñez Vicentini

Maryfel Alvarado Méndez

II

® Fotografía propiedad intelectual de Ana Lucía De Bastos


por Ana Lucía De Bastos, VIII

abrí mi boca y me tragué al mundo

—llevo en mi pecho al sol—

atravesé los ríos con mis vértebras izadas
Enderecé mis tendones y te pedí

acuéstate,
extiéndete,
alfómbrate

llevo en el alma un manojo de nervios
telarañas de sangre
para soportarte
(como a la luz sostienen
aquel jardín
aquellas hierbas)

mano derecha al pulmón directo
sube la cara
enciéndete

pues las palabras son sólo cajas para esconder otras cajas
y así poderte, pudrirte, decir
“dentro de ellas yaces tú”

que no salen sino gotas de agua los días de lluvia
y gotas de sudor los días de calor

reza conmigo la oración del viento:
arrastra con pétalos pestañas
porque no hay otra lengua más que la del fuego
ni otra sombra que la oscuridad del esternón

(el ojo de la puerta es el ombligo)


Mèlancolie


por Dayana Frailes

Esta tristeza se me va por las ramas

se cuelga de lianas de plástico

me penetra silenciosa mientras grito


Como toda bestia sagrada se adorna con cayenas

arde como un horizonte entre las manos

se unta mascarillas de pepino y miel



cerril montaraz

desorienta a los vecinos lleva piedras en la boca



salvaje

villana



celebra el camino del abismo

no deja dormir

toma el agua directamente de las jarras

escucha discos de Chopin hasta bien entrada la noche

El espejo originario


por Graciela Yáñez Vicentini


uno evita la mirada del otro
para no correr el riesgo de entender
Clarice Lispector, Mineirinho

Qué fácil ver, criticar, condenar
en otros
el deterioro también propio;
¿será la similitud del reflejo
lo que hace tan patente el defecto?


Y por lo visto las imágenes,
aunque choquen,
no siempre se devuelven.

O mejor dicho no siempre sigue allí parado
(¿colgado?)



el Espejo Originario




Cinco poemas

(pertenecientes al libro inédito Entre los ecos del abismo)



por Maryfel Alvarado Méndez



Apuntes sobre lingüística



Habíamos hablado de significados,
de significantes
y términos lingüísticos
sin saber que la lengua lo era todo:
nuestra soledad,
nuestro silencio,
nuestra miseria,
nuestro primer exilio.
Habíamos tenido consciencia de la luz
del fuego del enigma
luego de vernos entregados a la oscuridad
en una de sus caras más ruines,
al mutuo abandono
donde sentíamos
la indiferencia frente al tiempo
y al amor.


Rastro de una jugada en un bosque urbano

A un pintor disfrazado de poeta
Y sigo así,
tenue,
sintiendo la inconformidad
por el paso de un bus.
La distancia:
que me separa a metros de la caricia humana.
La vida:
que no me tiene a ciegas
sino en busca de muros irreversibles.
La nada:
en busca de la piel a la medida,
el aire contenido en el eco del respiro del mundo,
las ganas de arrebatarlo todo,
el beso, la caricia, lo que nunca se dio
sino por tus instintos.


Circunferencias

Cuando en la calle los hombres que deambulan
de su rencor a su fatiga, cavilando,
se me revelan más que nunca inocentes.
Eugenio Montejo.
Descendemos en Dios,
en sus mármoles.
Creemos en los vocablos
y los giros del arrebato del mundo.
Yo contemplo la perversidad de una mirada
que vigila secretamente el boomerang:
el boom de los pasos que están en el aire
soñando que están en el suelo,
en el círculo que se abre al viento
que descifra los monólogos,
cuando despacio continúa la levedad,
la movilidad,
la transparencia.



Transparencias


Hacían el amor
y creían que los vocablos
edificaban el mundo,
creían en las palabras,
en el poema que se tejía de sus bocas.
Soñaban con los árboles,
lo ajeno,
que apenas era propio
cuando era visto desde la intuición.
Las caricias
de otro cuerpo fugaz
todavía indescifrable
tras los vertices del instinto
—el otro era misterio—.
Y el amor se hacía huella
en los vértigos del espíritu,
en la diminuta inscripción de la mirada.



Recodos

Es tenue la noche,
quizás no pienses en mí
mientras tu único lugar está en el desamparo.
Hablas de lo otro.
Un niño acaricia los árboles como si fueran sus sueños,
sus sueños apenas desplegados,
apenas concebidos por su efímera inocencia.
Es tenue la noche
y quizás pienso demasiado
mientras el mundo se deshace
y no te encuentro.

Andén Narrativo Este

Keila Vall de la Ville, 19,20

Miguel Hidalgo Prince, 1984

Mario Morenza, 11

Des-instalación


por Keila Vall de la Ville, 19,20

Recuerda que soy aún,
y que así es cierto que he sido.

Recuerda que podrías verme,
y que tú me has visto.

Javier Marías


Al final del corredor se encontró con un gran salón de techos altos y piso de cemento pulido. Llegó atraída por los sonidos desarticulados. Por las frases que cada sonido parecía elaborar con sentido perfecto pero emancipado del anterior y del que le seguía. El lugar parecía desocupado, vacío. Sin cuadros ni esculturas que justificaran el portón abierto. Pronto identificó, sobre un volumen rectangular blanco y alto ubicado en la entrada, pequeños volantes apilados que solicitaban en letras mayúsculas: “favor no hablar ni dar de comer a los músicos”. Más abajo de esta frase y en pequeño, aparecían tres nombres y tres apellidos, o tres nombres con sus respectivos apellidos.
Para asomarse al salón fue necesario acostumbrar sus pupilas al paisaje denso y cerrado, a la cualidad esponjosa de la luz que se colaba sólo a través de mínimos espacios abiertos entre el techo y las paredes. Una franja de arena clara parecía difuminarse del cielo raso al piso y se hacía más amplia al acercarse a él. En uno de los extremos de la gran habitación distinguió apenas la silueta de un escritorio, una plancha gruesa sobre dos soportes piramidales de metal. Tres figuras sentadas miraban hacia la puerta y eran apreciables, aun en penumbras, también desde allí. Había cables conectando los equipos a otros equipos, y cables conectando algunos de ellos a cuatro cajas rectangulares y altas.
En el centro de la sala, dos puffs engullían a dos personas. Pronto, sin hablar y con movimientos decididos (sería la única manera de zafarse de la boca de cuero y su relleno fluctuante de anime) la mujer se puso de pie. Su acompañante la imitó, aunque con menor destreza, y los dos salieron, cruzando la puerta hacia el sol y la fuente de agua. Fue como si el galpón les hubiese quedado pequeño, como si la recién llegada hubiese necesitado que estos visitantes salieran para poder entrar, o en todo caso, sentarse. Cojines, había solo dos. Terminó de cruzar el umbral oscuro, sosteniendo cual mapa el pequeño papel con letras negras. No se sentó. Decidió caminar hacia la mesa, sin saber para qué y sin saber cuál de las tres siluetas podría reconocerla; así de confuso era el ambiente del galpón. Pronto uno de los cuerpos se puso de pie.
*
Mérida. Una casa que no recuerdo, una bebida que no identifico en la memoria pero que podía ser vino de mora, aunque estábamos tan tomados que debía ser ginebra o ron. Esa noche, en la sala de alguien cuyo nombre tampoco viene a mi mente, jugamos a la botellita. Una diversión estúpida: todos sentados en círculo veneran los giros de una botella que acostada en el suelo, en el centro, es puesta a rotar sobre sí misma. Una vez la ruleta se ha detenido, el pico y la base de la botella atan a dos de los participantes a un mismo destino. Ernesto y Marisol fueron los primeros. Los borrachos aplaudieron o todos nos reímos, y algunos hicieron algún chiste vulgar del que ya nadie se acuerda. Los dos ganadores se pusieron de pie y escucharon su penitencia, que cumplieron de buena gana. Encendieron un tabaco que se fumaron sin compartir con los demás. Mientras tanto, Matías y Elena se besaban aunque no era su turno ni una penitencia, sólo por hacer algo en el paréntesis del juego que era el juego mismo. Juan sirvió nuevas bebidas. Un gato entró desde el jardín por la ventana y se sentó en mis piernas. Santiago cambió la música y puso a Miles Davis tocando con unos raperos. Más adelante Juan y Manuel se pusieron de pie y bailaron frente a todos Sombras nada más.
Muy tarde la botella apuntó el pico hacia mí; la base, directamente a Santiago. Sin negociaciones ni protestas obedecimos. Los dos nos pusimos de pie. Había un tanque de agua al fondo de un jardín oscuro y muy frío. Al levantarme del suelo el gato salió corriendo, saltó hacia la ventana. Santiago ya estaba en la puerta mirando hacia afuera y terminando su cigarrillo, que lanzó propulsándolo con el dedo medio y el pulgar, en una palanca eficaz. No recuerdo qué debíamos hacer. Sé que caminamos hacia la noche y que hubo sexo sobre el tanque. Que el borde afilado de cemento causó una herida; la marca que aún muestra uno de los huesos salientes de mi columna. Adentro, los que jugaban se cansaron de esperar pero no salieron a buscarnos. Llamaron a Santiago, pronunciaron también mi nombre, pero no respondimos.
*
Caminó con el papel en la mano: “favor no hablar ni dar de comer a los músicos”, y supuso en el trayecto que rompería las normas del sitio. Al acercarse, el hombre de pie dijo algo sobre los siglos que habían pasado desde la última vez. Ella asintió, miró la boca, el modo en que articulaba cada sonido, las ondas que emanaban en forma de recuerdo, y pronto identificó una mueca, el desgano irónico de siempre. Miró su manera de mirarla y su sonrisa. Pensó que hay cosas que nunca cambian. En el intento por llenar el hueco y proteger la memoria dijo alguna frase hueca. Pronto se distanció, se deslizó sobre el suelo frágil sabiéndose lo único en foco: una imagen aislada en el ojo del dueño del sonido y del lugar.


Las paredes se convirtieron en el marco de un cuadro vivo dentro del que ella se movía. Aquélla le pareció una película muda. Los que entramos a escuchar la instalación de los músicos a los que no debemos hablar ni dar de comer, somos la instalación; esto lo pensó horas más tarde, pues en el momento que era presente se acercó a la primera corneta y disfrutó del sonido fragmentado, sin mirar ya los cables ni los hombres ni la plataforma de acero que hacía de escritorio.
*
Caracas. Plaza de los Museos. En un concierto de música callejera, Ángela, Ernesto y yo nos topamos con Santiago. Nosotros dos nos saludamos, saludando a la vez sin palabras a los dos del tanque que habíamos sido. Al terminar el concierto los cuatro subimos a la camioneta de Ernesto para terminar en una pequeña plaza cerca de Chacaíto. Llegamos a la casa de Norman, un pintor que vivía allí, sobre esa plaza, en dos tiendas improvisadas que no se identificaban desde la avenida. Después de esa noche tuve dudas, a veces me parece que ni el lugar ni el personaje existieron, pues al poco tiempo volví y no encontré nada. Ni rastros del amigo pintor.
Norman llevaba puesto un suéter color rojo con una capucha del mismo color y Ernesto pasó toda la noche, o lo que a mí me pareció toda la noche, diciendo que Norman era el lobo feroz después de comerse a la caperucita roja. Yo me acosté sobre tres colchonetas sobrepuestas y muy sucias, y me quedé dormida. Cuando abrí los ojos Ángela estaba junto a mí jugando con las sombras, inventando figuras que en sus manos parecían extraños garabatos pero que se convertían en animales perfectos al reflejarse sobre la superficie de la tienda de campaña. Me parece que Ernesto dijo mil veces que Norman era el lobo feroz después de comerse a la caperucita roja, y que mil veces todos nos reímos; a mí me parecía de lo más ocurrente. Además era cierto, Norman parecía un lobo. En algún momento Ángela y yo tomamos algunos tubos de óleo de nuestro anfitrión y usamos un lienzo reciclado que él mismo nos prestó. Nos dedicamos muy concentradas y silenciosas a pintar un cuadro usando sólo los colores más brillantes, más feroces, que contra todo pronóstico terminó siendo un rectángulo cubierto por un emplaste marrón. Hacia el final de la noche cruzamos la calle y terminamos en El Sol de los Llanos, una arepera donde tomamos agua y cocacola. Creo que Norman continuaba con nosotros. De allí, Ernesto llevó a cada quien a su casa. Santiago dijo que el cuadro que habíamos pintado era el toque infame de la noche.
*
Las explosiones sonoras se diluyeron en hilos suaves que la condujeron como en una cinta transportadora al cubo siguiente. Se abrió espacio en el salón vacío de personas con quien hablar y vacío también de sonidos conocidos, y pronto fue la segunda ola, una onda vibrante, seguida o interrumpida por un beat profundo y hueco, que le martilló el cerebro y la llevó aturdida a la próxima caja negra.
*
Caracas. Una fiesta cualquiera. Me crucé con Santiago y casi no hablamos, como siempre que coincidimos. Todas las habitaciones del apartamento estaban repletas de gente y en cada una ocurría algo distinto. Cuando las jeringas comenzaron a brillar, cuando Ernesto nos invitó a quedarnos mostrándonos la bolsita blanca de papel como única pista de lo que venía, le pedí a Santiago que me llevara a mi casa. Creo haber sido yo quien lo propuso. Tal vez le pedí un favor, que me llevara a mi casa.
Subimos al automóvil en un ritmo acompasado y recorrimos la ciudad, la autopista rayada por los faros amarillos a sus costados, esos hilos de luz que parecían extenderse como guirnaldas de poste a poste. Iríamos muy rápido o estaríamos demasiado ebrios, para ver un paisaje así, tan adornado. Nadie habló y sin embargo el trayecto se hizo breve. Al llegar cruzamos la puerta y con urgencia nos desvestimos lo mínimo indispensable. Todo fue allí mismo, en la entrada de la casa. Sonó el teléfono. Yo atendí y sostuve la conversación que desencajó la noche y lo que seguía, si es que algo seguía. Santiago fumó un cigarrillo mientras me miraba en el teléfono. A Ernesto le había ocurrido algo. Que se había puesto mal, otros amigos lo habían dejado en la puerta de su casa, habían tocado el timbre y lo habían dejado en el suelo del estacionamiento. Que se fueron corriendo, sin esperar. Mientras escuchaba mi voz, Santiago encendió un nuevo cigarrillo con el que venía fumando y ya se aferraba al filtro. Apenas corté la comunicación, se despidió con un beso en la mejilla que dejó todo cerrado como siempre. Él era un tipo de pocas palabras. Yo igual.
*
La mujer continuó persiguiendo el sonido, dejándose tomar por los encuentros descomplicados, fortuitos, por la muerte del amigo, por aquel abandono en el estacionamiento de una casa que ella nunca conoció pero que ha elaborado en su mente con el paso de los años. Llegó a la última caja negra. Silencio. El recuerdo se resumió en silencio. Una pausa en el sonido es una pausa en la memoria. Así, naufragando en el tiempo, salió del galpón, sin despedirse; no había nada que decir, hay cosas que no cambian jamás. Ya en el jardín sintió la herida de un rayo de sol en sus ojos, siempre sensibles. Sintió el estallido. Encandilada, subió a su auto. Era domingo y tenía varias cosas que hacer.

Todas las batallas perdidas


por Miguel Hidalgo Prince, 1984

Mi mujer decía que las cosas iban a mejorar. Y podía adivinarse en sus palabras y en la expresión con que las decía, algo de esperanza. Pura y neta. Ah, mi mujer y sus cosas. Por mi parte, lo veía difícil, por no decir imposible. El apartamento estaba guindando con la tercera hipoteca y el negocio iba en picada. Por aquella época era difícil vender seguros. Mireya decía que el truco estaba en transmitir, precisamente, seguridad. Mi problema radicaba ahí. Bastaba con verme la cara para convencerse de que nada podría llegar a algún lado. De lo único que estaba seguro era que las cosas iban realmente mal.

Mireya era la novia de mi mujer. Para hacer el cuento corto, se había instalado con nosotros desde que Julio, el consentido de la casa, había pasado por su cuarta rehabilitación. Mi mujer la conoció en un seminario de feminismo, años atrás, incluso antes de haberme conocido a mí, pero nunca había sentido la verdadera necesidad de explorar a fondo su sexualidad. Tuvo que esperar a estar casada conmigo y a que las cosas estuvieran como estaban. Se reencontraron un día en la calle y fueron al Burger King de Los Palos Grandes. Mi mujer le contó todo a Mireya, y cuando digo todo, me refiero a su situación conmigo y el problemita de Julio. Eso era todo, y era más que suficiente. Mireya no la tuvo fácil y la convenció de que era preciso romper las ataduras genéricas impuestas por el hombre. Esa noche, mi mujer no regresó a casa y nuestro mundo empezó a caerse en pedazos. Pero no me puedo quejar. Una vez fui joven y también cometí errores, quizás demasiados y en demasiadas ocasiones, y mi mujer siempre estuvo ahí para apoyarme. Así que cuando entró por la puerta a la mañana siguiente, acompañada por aquella marimacha y decidió que había un nuevo miembro en la familia, no me quedó más remedio que aceptarlo. Después de todo, aquello no podía durar para siempre. Al menos eso creía yo.

Y también estaba el asunto con los vecinos. Ninguno nos quería. No nos devolvían el saludo y nos trancaban las rejas en la cara. Una vez fui a pedir un alicate a los de enfrente y ni siquiera abrieron la puerta. Sabía que estaban viéndome por el ojo mágico, pero nunca se dignaron a abrir la puerta. Sospecho que parte de la culpa la tenía Julio y su pandilla. Desvalijaban los carros y se robaban las lámparas de los pasillos, sin olvidar que dañaban el ascensor (se orinaban en él y hacían grafitis en el espejo), se metían porquerías en las escaleras y hacían guerras de minitecas en las madrugadas. Debo decir que tampoco pagábamos condominio. Debíamos quince meses. Estábamos por batir un record. Nos cortaron el gas y amenazaron con cerrarnos la llave del agua. Tuve que pedirle prestado a mi hermano, el único que tengo, y me sacó del pantano con la condición de pagarle intereses. Lo que me dio un breve respiro. Pero a la larga cerré mis cuentas de banco. Vivía de lo que ganaba de vez en vez.

Luego vendimos el carro. Un Chevette rojo cereza del 89 que le regalé a mi mujer cuando cumplimos diez años de casados. Recuerdo cuando el tipo fue a buscarlo. Mi mujer le dio las llaves y luego me tomó por un brazo, hincándome suavemente las uñas. El tipo nos dio las gracias y dijo algo que no escuchamos, o al menos que yo no escuché, y se montó en el Chevette. Tras encenderlo, retrocedió y dio la vuelta. Cuando se alejaba, pude ver por última vez, la etiqueta de Pepe Le Peu que Julio había pegado en el vidrio trasero cuando apenas tenía cinco años.
Después empecé a vender seguros. Fue gracias a un amigo que me dio el dato. Me dijo que estaban buscando vendedores en la empresa en la que trabajaba. El sueldo no era como para alardear, pero algo era algo. Y la comisión a final de año daba para unas buenas vacaciones. Pero había que vender mucho y la verdad es que yo estaba entre los peores vendedores. Y por otro lado, mi mujer estaba desempleada. Decidieron no renovarle el contrato en el Instituto. Creo que había varias razones. Una de ellas era que descuidaba su aspecto. Otra era que faltaba mucho y sin motivo. Yo no lo podía creer, pero tampoco me tomó por sorpresa. Ya aparecerá algo, me dijo para tranquilizarme, o quizás para tranquilizarse ella misma. Por si fuera poco, Mireya se trajo dos maletas más al apartamento.

Lo mío era el sofá. Por las noches me quedaba en la sala con el televisor encendido. Veía infomerciales hasta que me dormía. Aunque para ser franco, dormía poco y mal. Me dolían los ojos y me temblaban sin ningún motivo. Los sentía moverse dentro de mi cabeza, como si quisieran escaparse de mi cara, despegarse del nervio y salir corriendo. El médico dijo que era el estrés. Me recetó píldoras, pero la salud es costosa.

Un día me desperté muy temprano y con un humor pésimo. Si tuviera los recursos y el tiempo, habría hecho estallar el planeta entero, pensé. Todo es recursos y tiempo. Sobre todo tiempo. A mí me faltaban las dos cosas, por no decir todo. Para colmo, sentía que me estaban arrancando los brazos, las piernas, las orejas. Como cuando un niño juega al torturador con un bachaco. Y quedaba claro que yo era el bachaco. Pero decía que me desperté muy temprano. Aún no había salido el sol. Abrí los ojos y me vi las manos. Hacía un frío que pela, pero yo ya no sentía nada. Desde niño me había acostumbrado al frío. En mi pueblo no había calentador y el agua era helada. En el apartamento teníamos calentador a gas. Lo puse para mi mujer y Julio. Ellos lo usaban, pero yo no. La cosa es que me sentía diminuto. Aplastado por toneladas de cosas. Y para qué mentir, me sentía asfixiado. Y por eso me temblaban las manos, no por el frío. Pero con todo y eso me levanté. Del sofá, quiero decir. Y fui hasta el baño y hundí la cabeza en mis manos que juntas hacían de cántaro. Me lavé la cara con el agua helada, como en mi infancia. No sé por qué pensé en Julio. Tuve un flashback de cuando estaba en el equipo de natación. Era bastante bueno. Llegó a ganar medallas. Pero algo le pasó en el camino. Ahora casi nunca paraba en la casa. Y no sé por qué, pero también pensé en mi padre. Recordé cuando escupía en el suelo de la calle y me decía si eso se seca y tú no has vuelto de la bodega, te jodo. Y entendí que yo estaba en el medio de aquello. Era una especie de eslabón. Yo era lo que unía a mi padre con Julio. Pero por más que intentara encontrarle un sentido, por más que lo masticara, no lo iba a digerir.

Entré al cuarto de Julio. Estaba vacío, tal como sospechaba. Olía a encerrado. Abrí las cortinas para ventilarlo y me senté al filo del colchón. Le di un buen vistazo a todo. Tenía tiempo sin entrar ahí. De hecho había entrado en ese cuarto muy pocas veces en la vida. Había ropa sucia por todo el suelo y varios platos con comida pegada desde quién sabe cuándo. Los recogí todos y los llevé a la cocina. Los apilé en el fregadero y los puse en remojo. Luego fui a mi cuarto, donde solía dormir antes. Llegué sólo hasta el marco y me asomé empujando un poco la puerta con la punta del pie. Mireya estaba boca arriba, roncando como un kodiak hibernando. Mi mujer estaba boca abajo. Las miré un rato largo sin saber por qué me comportaba de dicha manera. Volví a cerrar la puerta haciendo el menor ruido posible. Fui a la cocina y terminé con lo de los platos. Los sequé y los puse de vuelta en los gabinetes. Hice suficiente café para todos. Es una costumbre que tengo. Aunque a veces se pierda, siempre hago café para todos. Me tomé dos tazas grandes en mitad de la cocina.

Fui a la sala y apagué el televisor. Me puse los zapatos sin medias, tomé las llaves y salí de ahí. Bajé al jardín de planta baja. Estaba amaneciendo pero aún no había luz plena. Vi a una señora que paseaba a su perro. Era la primera vez que la veía. El perro era de los pequeños, blancos y peludos, como de algodón. También era la primera vez que lo veía. Me agaché y llamé al perro para que se acercara. Vino corriendo hacia mí pero a pocos pasos se detuvo y comenzó a ladrarme. Daba risa porque pretendía ser furioso. Con que bravucón, eh, dije. La señora trotó quejosamente detrás del perro. Le sonreí y le dije hola, vecina, a que es una linda mañana. El perro seguía ladrando y gruñendo, pero no engañaba a nadie. Al menos no a mí. Veo que tiene guardián, dije. La señora cargó al perro en sus brazos. No se asuste, no muerdo, dije. Lucía espantada y miraba de reojo para ver si yo la seguía. Intenté mostrarle una expresión confiable. Era mi mejor esfuerzo, pero no logré convencerla. Me quedé así, acuclillado, viendo a la señora batirse en retirada. El perro en sus brazos aún rabiaba y ladraba. Unos ladridos agudos, de juguete. Pero yo no sentía rencor. De hecho no sentía nada. No tenía por qué sentir nada. Hasta entendía lo de la señora y el perro y todo lo demás. El agua del cabello me chorreaba por el pecho y por la espalda. La camisa mojada se me pegaba a la piel. Posé mis manos sobre la grama. Era suave y húmeda. Alcé la vista. Había llegado la hora. No estaba en condiciones de dar pelea, pero sabía que era momento de hacer lo que tenía que hacer. Despabilarme, meterme bajo la ducha, vestirme y salir a patear la calle. Y no debía olvidar mostrar seguridad. Ante todo seguridad.

Las chapas

(® Fotografía propiedad intelectual de los Archivos Fotográficos de la Familia Morenza, AFFM)

por Mario Morenza

A mi padre
(Capítulo/relato de
Pasillos de mi memoria ajena
)


Corría el año 1964 o tal vez 1965 cuando le dije a Darío que al día siguiente venganza. Venganza y venganza. La próxima vez la chapa, le seguí diciendo, no encontraría estorbos y se la descerrajaría en el lunar del cuello a Marco Polo, arrancándoselo de un tajo. Venganza. Venganza. Darío se sopló la nariz en lugar de aprobar mi decisión con ímpetu de Concejo de Seguridad Internacional. Lo consideré un “Yo te apoyo en la causa, camarada”. A esa hora oscurecía y la tala de árboles para la construcción de Los Morados había alborotado a los zancudos y otras plagas de inenarrable molestia. No seguimos combatiendo y nos fuimos a la Letra G con las caras gachas, como si estuviéramos buscando bachacos por la acera. Darío vivía en planta baja, donde ahora viven sus padres. Papá aún no había llegado de A Gozar Muchachos, o uno de esos programas radiales. Así que fui a su habitación de hobbies y me puse a construir una nueva escopeta-lanza-chapas. Luego vi la televisión con Mamá y ese Renny haciendo de las suyas sin dejar que nadie le robara cámara. Renny, en mitad de promoción de Viceroy, de la que él era imagen, aplastó un cigarro a medias encendido, a medias fumado, y se disculpó con la teleaudiencia por promocionarlo y que jamás fumaría de nuevo.
Los tractores habían apilado los árboles en medio del terreno que hace 40 años era más amplio y menos enrejado. Desde el balcón veía la silueta que imitaba a una pirámide azteca que vi en la portada de Selecciones, la revista que leía Mamá. En el tope se dejaba ver una añejada bandera, agrisada y deshilachada como los pañitos viejos de cocina. Era el objetivo sin espesor ni belleza por el que luchamos durante tres semanas. Mi nueva escopeta la hice con un listón de madera. La señora Navas me recompensó por ayudarla con las bolsas un día de mercados, hortalizas en rebaja y aguaceros. La adapté al tamaño de mi brazo y mejoré por mil la anterior. Me hice de unos serruchos y par de lijas. Papá los usaba para sus aviones caseros que siempre estrellaba contra árboles, techos de carros, tendederos y postes de luz. Las chapas me salían curveadas. Se estrellaban contra el suelo y nunca puse en peligro la integridad física de inocentes, aunque me hubiera gustado estrellar aviones kamikazes de Papá en las cabezotas del enemigo.
En el campo de batalla los de Bloque 3 me barrían la cara corriendo y ni me tomaban en cuenta por mis ya conocidas imprecisiones. Alguien temeroso delante de mi campo de chapeo era un halago. Temían cuando no apuntaba a ellos. Y venía la frustración. En esos arrebatos me descuidé y Marco Polo me disparó directo al brazo, al hombro exactamente. Sentí mi frustración lacerándome: la mordida de la chapa. No fue nada grave como para ponerse a dar espectáculos como sí lo hacía el estúpido Napoleón, su hermano. Con esos nombres, como sacados de un libro de Historia, intimidaban a cualquiera.
Al día siguiente de esa tarde de los sesenta, Darío e Iván subieron a casa para planear tácticas y estrategias en la defensa y ataque. Iván se mofaba de Darío por lo de la alergia nasal. Aspiraba y los mocos parecían culebrillas verdes que entraban y volvían a su guarida. Pero Darío que no, que él sí podía y que no le dieran de baja. Yo sí puedo combatir. Yo sí puedo combatir. Era un soldado y no irrespetaría a Bloque 4 con un retoñar de cobardía, de grima, de pusilanimidad, en resumidas cuentas, con un retoñar de traición. Poco a poco llegaron los muchachos de la G.
Podíamos sacar y sacábamos un equipo de béisbol para las caimaneras, uno de baloncesto para jugar con los de Bloque 7, de vez en cuando con los de Bloque 2, más que nada, para distender músculos y abusar de su ineptitud colectiva. En más de una oportunidad le ganamos a Mamá Osa, que ahora es técnico de la Selección Nacional. Siempre en los deportes ganábamos. Pero la cosa se ponía difícil en la guerra de las chapas. Los de Bloque 3 agarraron ramas más fuertes. Luego vino un fin de semana de lluvias. Las ramas sobrantes no tenían la consistencia que exigía una escopeta y no todos conseguían un listón como el que yo tuve la suerte de encontrar. La señora Navas sólo me quería a mí porque era el único que le hacía favores y escuchaba sus chistes. Nunca supo que le lanzaba triquitraquis por el ojo mágico (y vacío) de la puerta. Sólo la puerta se astilló internamente y seguí lanzando triquitraquis como si nada. La culpa se la achaqué a La Garza que ya me debía una y ese día estuvo reacio y disparó siempre de lejitos. Tuvo que barrer gramos y gramos de aserrín y filetes de madera. Quedó como culpable y fue fácil que me creyeran por sus antecedentes. En resumidas cuentas, mi escopeta-lanza-chapas rozaba la comarca de la perfección.


Estábamos ya todos. Bajó Hermenegildo. Bajó La Garza. Bajó Octavio. Bajó Cara e’ Caña, el hermano de Iván y hermanos de Nora. Darío hablaba y hablaba y las sílabas se alternaban con respiros nasales y algún hilillo de mucosidad que se asomaba con esos ojitos de alergia refrenada. Y Robert, siempre inoportuno y su maniática obsesión por figurar y su chaqueta roja que no se quitaba ni para ir al baño.
Nos tocó primero defender la fortaleza. Lo que nos daba una ligera ventaja para el turno de ataque. Bloque 4 era la letra G. Y Bloque 3 venía con todo, nos doblegaba su alta tecnología en armas ecobélicas. Ciertamente, era en lo único que nos podían ganar y aprovechaban para humillarnos y desaforarse en tantas victorias escanciadas en sus estadísticas. Yo iba por el quite y en mi rasguño del brazo se resumía la derrota de ese ayer. A mi escopeta-lanza-chapas la había reforzado en el cuarto de Papá cambiando la liga por otra más gruesa. Pero era una nimiedad bélica comparada con la de nuestros vecinos. Así fue que Marco Polo logró impactarme en su segundo intento. También había otro problema que persistía. La plaga. Estaba densa y era imposible caminar con la boca abierta. Nubes de zancudos levitaban como bolas impresas en láminas de aire. Parecía un dispositivo anti-ataques, una biotecnología al servicio del enemigo para desmantelar nuestro sistema de comunicación oral: los gritos.
Sabíamos que era inútil frenar nuestras arremetidas. A cada avance de nuestras filas, íbamos hacia adelante, hacia adelante, siempre hacia delante como los buenos soldados. Hacia delante, aunque sólo por aquella única y lejana vez.
Alcanzaremos el banderín blanco. Ganaremos el día, nos repetíamos mentalmente, tal como ellos lo habían logrado en enésimas batallas anteriores. Somos invencibles. De nuestros poros brotaba un positivismo para exportar o ser analizado por un gurú de la autoestima. Cara e’ Caña, años más tarde, recordando este episodio dijo efusivamente en una reunión de condominios: Bloque 4 se lleva en el corazón para morir por él, no en los labios para vivir de él.

La primera chapa la disparé al azar. A mi lado estaba La Garza, pero prefirió irse a otro punto donde había menos posibilidades de recibir un chapazo. A cada rato, La Garza examinaba mi brazo y preguntaba: ¿Te duele?, con la voz de anormal necesaria para sospecharle la ausencia de un cromosoma. Yo tenía chapas para regalar. Cuando disparé una chapa de un Orange Crush, me provocó tomarme una botellita de ésas, las de ámbar acanalado. Al imbécil de Marco Polo, un día que tomaba Orange Crush, Iván, Darío, su hermano Luis Alberto y yo, le quitamos la botella al pobre tonto. Otro día, como siete años después de la guerra de las chapas, le arrebatamos un cigarro y el Iván se lo aplastó al mejor estilo Renny. Se lo merecía por dárselas de jefe y someter a los de Bloque 2, que parecían un ejército poliomielítico.
El primero en recibir un chapazo fue Hermenegildo, que tenía la mala costumbre de estar mirando siempre el cielo. Los cables telefónicos y eléctricos se lo mostraban dividido, cuadriculado. Desde que un primo suyo avistó un ovni o lo que supuso era un ovni, Hermenegildo iba una vez cada tres meses al pediatra por tortícolis. La nariz de Darío también apuntaba hacia constelaciones que, por el día, estaban invisibles. El hermano de Marco Polo estaba vestido con sus usuales e incoherentes combinaciones. Era recomendable ser daltónico para apuntarle. Su ropa, más que un camuflaje, era terrorismo cromático. Ya le habíamos hecho blanco en más de una oportunidad. Desde el tope de la montaña de troncos se le veían los ojos aguados. Él no servía para estos juegos y su acto más heroico había sido traficar dulces en un campamento para diabéticos. Iván era el más templado en sus disparos. Elegía con sabiduría el blanco y casi siempre les hacía pasar un buen susto. Octavio apuntaba con la escopeta y acariciaba el gatillo como si quisiera provocarle un orgasmo. La Garza ya amontonaba piedras por si la batalla se complicaba más de lo previsto.
No lograron avanzar hasta el tope. Llegó el turno de nosotros.
Ese día íbamos a ganar. Sí, sí, llegamos hasta el tope. Es un desatino que me incluya. No culminé la batalla y al día siguiente y al siguiente del siguiente no bajé por la hinchazón en el pómulo. La bandera la tomó Cara e’ Caña, que no le importaban los chapazos, como si tuviera el cuerpo forrado de goma o un chaleco anti-chapas debajo de su franela. Hubiera llegado yo, que gracias a mi puntería había dado de baja a tres del bando enemigo y, pues, a Hermenegildo que se atravesó en mi campo de chapeo, como siempre, distraído y buscando puntos móviles en el cielo: había desarrollado una sensibilidad visual que cualquier cosa podía ser un platillo volador.
Hubiera llegado yo. Despejé el camino para una inminente victoria. En el momento que ascendía por unos ramales escalonados, se me cayó la bolsa que contenía las chapas y, al agacharme para recuperar las municiones y seguir mi avanzada implacable, sentí que algo me besaba con labios de candela en el cachete. Picante como, imaginé, sería un beso de Doris Day, Grace Kelly o Ingrid Bergman, cualquiera de esas rubias peligrosas debía besar así. Por inercia, me llevé la mano al cachete y nada de sangre. En eso aprovechó Cara e’ Caña y pudo asir la bandera ante la mirada atónita de los de Bloque 3, que veían caer su invicto y alzarse nuestra definitiva victoria. Mientras tanto, yo estaba confundido por el dolor y el triunfo. Ese instante, o esa vertiginosa sucesión de instantes, fue el transcurrir de dos tiempos, de dos historias, de dos frustraciones que aleteaban con más fuerza que golondrinas embarazadas. Los segundos y los espacios copulaban entre sí. Años después, Cara e’ Caña me daría uno de los mejores consejos que recibí en mi adolescencia: “Nunca mezcles dos bebidas. Si lo haces, que la segunda sea de mayor grado alcohólico que las bebidas anteriores”. Aquella tarde de mediados de los sesenta, comprendí que mezclar dos emociones turba el espíritu, situación que puede ser buena o mala, según se mire. Y embriagadora. Sólo que el espíritu vendría a ser como la copa en la que se agitan esas emociones mezcladas.
Cara e’ Caña fue el héroe. Fue también la única vez que vencimos a Bloque 3.
Así debe ser la historia de los soldados: subterránea, subterránea y efímera. Hasta hoy nadie me lo ha agradecido. Yo fui un soldado de las chapas, tal vez el más grande e ignorado. Hasta ahora nadie me ha agradecido que yo arriesgara mi cachete. Aún tengo la marca del chapazo, un estigma de la ingratitud. Una línea pespunteada, circular, como trazada por la precisión de un compás. Fue la única vez que llegamos al tope. La marca de la chapa me duró largo tiempo. Me saqué como tres cédulas exhibiendo mi marca.
Un mes después los tractores desmantelaron la fortaleza.

MOMAP

En nuestro
Museum of Modern Apéndice

exponemos una muestra categórica
del talento de la joven fotógrafa venezolana
Marianela Díaz Cardozo
.

He aquí quince instantáneas
seleccionadas por la propia artista:









Para apreciar
más detalladamente
las texturas visuales
de esta artista zuliana,
los invitamos a visitar
sus galerías webs
en los siguientes
espacios:

En Flickr
Sólo existe en el desierto
e Historias posibles,
blogs que alternan
fotografías con sabias reflexiones
vertidas desde el ángulo de la cámara








Soy un disfraz de tigre


Postal



Para la huella



Odradek


In vitro




Vagones breves


Yoel Villa, 3

Hensli Rahn, 1932


Minicuentista invitada

Mariana Libertad Suárez

Final



por Yoel Villa, 3

Cuesta abajo, y a golpes,
me persigue una enorme piedra.
Anónimo.


Clara sale del baño secándose el cabello. Hay agua caliente, me dice, mientras va hacia el espejo. Desde la ventana se ven cientos de árboles en caída. Clara comienza a peinarse, y de vez en cuando se vuelve hacia mí y me sonríe. Te amo dice. Una mosca me rozó los labios y la nariz. Quiero irme a casa y perderme en el noticiero, en las películas de los Hnos. Marx, en las viejas series de westerns. Quiero hacerte muy feliz. Escupo sus palabras. Clara me ve a los ojos y se desespera. Eso de ser feliz es un cuento tonto. Clara no dice nada, solo está ahí vistiéndose: se pone los pantalones y se abrocha el sostén. Qué equivocado estás en la vida, me dice.


Salimos y de inmediato se nos vino el cielo abajo. Llueve horrible, dije. Clara apenas y veía la lluvia caer, permanece distante, abrazada a su suéter azul claro. Quiero irme muy lejos. Esta ciudad me odia. Es como una carcajada que se te mete en los oídos y te deja sordo. Clara se esconde tras una canción vieja de Héctor Lavoe. El jefe me debe dos palos, sabes. Con eso podríamos irnos tú y yo, y no sé. A mí me gustaría vivir en Barcelona. “Sr. Pedro. Hola, ¿cómo está? Lo llamo porque, y disculpe que sea tan franco, porque necesito los dos millones que me debe. Sí. Sí, yo sé, pero los necesito. Quiero irme de esta ciudad de mierda”. Para el carro, me dice Clara con un dejo de tristeza en la mirada. Para el carro, por favor. Clara se baja y se va. ¿Adónde vas? ¡Entra al carro, por favor! Clara se acerca y me dice no te preocupes, Carlos, estaré mejor sola. Coño, Clara, entra al maldito carro, que está lloviendo. No quiero gritar, pero no aguanto, me muerdo las palabras, me las como con rabia. Entra, y te llevo a tu casa. Vete. Que subas te dije. Vete a la mierda, Carlos. Está bien, Clara, vete a la mierda tú también.

Regreso a mi casa. Duermo.

El Junquito, 1996 / Esdras Parra / Zoo

por Hensli Rahn, 1932

El Junquito, 1996

No era la primera vez que el vecino nos esperaba en su casa, pero sí la primera que nos proponía algo que él llamaba serio y que tocaba de alguna manera a su familia. Se llamaba Rafa, la hermana Rafaela, el papá Rafael y el puddle Rafi. La mamá era la única con otro nombre, Micaela. Todavía le roncaban su par de melones pero apestaba, tenía el hábito de fumar como una presidiaria. Igual era medio regalada y te hacía soñar. Su hija Rafaela estaba divina, aunque jamás supo que existiéramos. Aaron Samuel y yo tocamos el timbre, Rafa desatrancó la reja y nos hizo pasar. Olía a pesadilla, una hedionda pesadilla de portugueses que despiertan en otro continente. El puddle correteaba sin cesar en círculos, no paraba de babear ni de menear la cola. Rafa lo paralizó de un karatazo. Vengan, dijo, y atravesamos un pasillo reducido, a oscuras. Sonó una puerta y un clic de luz. Este, dijo, es el estudio de mi papá. Era una suerte de búnker, cero ventanas. Del techo brotaban los dos cables que sostenían al bombillito desnudo. Había un montón de guacales repletos de vinilos, dispuestos como los estantes de una discotienda de época. Aquí hay tres mil discos, celebró. Examiné un guacal por espacio de un minuto y advertí algunas joyas. La única pared libre la ocupaba un rectángulo de corcho, donde unas tachuelas sostenían cantidad de medallas. Qué son, dije. Mi papá es Mayor retirado. Y era locutor. Esta es una radio pirata, pero ya no trasmite. Arrumada, sobre un diminuto escritorio estaba la consola, un artefacto parecido a un micrófono y un picó, que Rafa puso a girar. Pusimos Let it be de los Beatles. Desde la penumbra alguien asomó la cara en el búnker y nos gritó algo que no entendí. Luego esa misma cara se cuajó de la risa. Por ósmosis nos carcajeamos también. Entre risas, Rafa balbuceó la palabra papi. El Mayor se internó en la cabina y levantó la carátula del disco que sonaba. Era más enano de lo que había imaginado. Después de Help!, meneó el cuello y la cabeza, no sé qué se fumaron. Tenía aliento a curda y la piel muy enrojecida. Se tambaleó un rato hasta que se fue, dejando la puerta entreabierta. El puddle se coló dentro, resucitado en su entusiasmo. Aaron le hizo carantoñas. A lo que vinimos, apuró Rafa. Acuñó una cifra. Quería la mitad de la plata ahora mismo. El resto en una semana, cuando mucho. No le importaba lo que fuéramos a hacer con los discos. Aaron quiso saber si el precio incluía algo más, algo como su hermana o su mamá. Como pudo nos zapateó fuera de la casa y corrieron un par de días en los que Rafa ni nos llamó para jugar basket.


Esdras Parra

Zaida es sobrina de la escritora Esdras Parra. Me contó que tenía un tío en Caracas. Tía, mejor dicho, se corrigió. Es curiosa, dijo, se convirtió en mujer pero precisamente porque le gustan las mujeres. Cuando estaba a punto de morir, la invitó a su casa para que tomara cuantos libros quisiera. Zaida dijo que entró a su apartamento y aún cuando era grande le pareció un zucucho por la cantidad abrumadora de libros. Su tía la recibió una tarde soleada y húmeda, pero por dentro la vivienda era más bien lúgubre y polvorienta. Madriguera, fue la palabra que usó Zaida. El sótano olvidado de la literatura, también dijo. Muchacha intensa, le dije y nos reímos destartalados. No se llevó ningún libro de su tía. Tenía algunas diligencias por la tarde. Prefería ir ligera, sin tanto peso.


Zoo

De cara a nuestros asientos, dos asientos adicionales. Sobre ellos una señora con un pequeño en sus muslos y otro niño más grande a su lado. Los tres jaloneándose, ¿quién era más grande, la foca o el león marino? La madre voceaba que el león marino. Uno de los niños estaba absolutamente seguro de lo contrario, y el otro defendía la grandeza de ambos animales. Pronto se cansaron del tema y la conversación derivó a la mandíbula de la hiena, los colmillos de la morsa, el radio abarcado por el hocico del hipopótamo. Volvieron a caldearse los ánimos, ¿quién de los dos animales tenía la mordida más poderosa?

Literalidades

por Mariana Libertad Suárez

Literalidades 1: La madre


Había estado trabajando hasta la media noche. A las doce y siete se puso de pie, bajó las escaleras y salió del edificio. Caminó media cuadra, cruzó hacia la izquierda tratando de llegar a la avenida Baralt. Al tercer paso, el hombre se le acercó por detrás y la sujetó por el cuello con la mano derecha. Le metía los dedos de la mano izquierda por debajo de la falda. Entre gemidos animales susurró “dame lo que tienes, mamita”. La mujer dio un giro de ciento ochenta grados hasta quedar frente a frente con el agresor, abrió sus fauces al estilo Moby Dick y lo tragó sin siquiera masticar. Físicamente íntegro, el hombre luchaba por escapar de ese vientre ahora abultado, mientras la futura (¿o presente?) madre, se acariciaba la panza con mirada ensoñadora.

Literalidades 2: La santa


Tenía once años, varios meses viviendo en la calle y un par de piernas largas y flacas. Le encantaba jugar en las escalinatas del calvario, abrir los brazos e imaginar que era un avión, planeando entre las nubes. Un día, en medio de su juego, alguien la tomó por la cintura, le recostó un bulto caliente y rígido en las nalgas y le dijo: “Tranquila, mi santa, esto no te va a doler”. Mientras el hombre soliviantado le bajaba los pantalones, ella cerró los ojos y se llevó las manos a los oídos. Fue una medida sensata. Bárbara quería atenuar el ruido de un trueno por caer. Ése que fulminaría, sin dejar rastro, a aquel sujeto y todas sus insatisfacciones.


Literalidades 3: La zorra

Desde niña la gente cuestionó sus faldas cortas, sus zapatos de tacón altísimos y sus muslos gruesos. Ella no hizo caso, sus piernas eran motivo de orgullo y placer. Cuando contaba con veinticuatro años, salió de una tasca donde había estado sola, bebiendo cervezas y escribiendo poemas durante cuatro horas y media. Dobló en la esquina para acceder al bulevar, pero antes de llegar, alguien se le atravesó balbuciendo impudicias. Quiso explicarle al macho famélico que ella no estaba interesada en su propuesta pero, al parecer, él odiaba las negativas. De un empujón, la puso contra la pared y, antes de lamerle el rostro, le dijo “¡Cállate zorra!” Ella lo miró fijamente, como tratando de reflejar sus palabras con el iris. En ese preciso momento las piernas del hombre flaquearon y se sintió doblegado. Su tamaño se redujo casi a un octavo, su cara comenzó a tornarse hocico, al tiempo que desde su orificio anal se asomaba una cola prensil, lisa y desnuda. La piel de ella se hacía cada vez más parda, cada vez más rojiza y la punta de su larga cabellera se encaneció hasta quedar completamente nívea. La media luna dio la señal: zarigüeya frente a zorra. Era la hora de la cena.

Literalidades 4: La bruja


Sobre la tarima, la vieron bailar la danza del vientre. Los velos caían uno tras otro entre aplausos y silbidos. Al terminar, entró al vestidor y salió sin maquillaje, luciendo un pantaloncito de pana beige y una pequeña franela azul celeste. Pasó junto a la barra para marcharse del restauran y vio cómo alguien le tendía la mano diciéndole “embrújame”. Aunque las yemas de los dedos le rozaron los senos, ella esquivó la impertinencia e intentó seguir su curso. Aquella voz de embriaguez onerosa le solicitaba un hechizo cada vez con menos prudencia. Ante los gritos, los presentes se carcajearon. Ella miró de reojo -justo antes de cruzar el marco de la puerta- al pobre hombre que era más güisqui que ser humano. Serena, masculló un conjuro y le dio la espalda. Dicen que el hombre gritó dos o quizás tres veces más, nadie puede precisarlo. En lo que sí están todos los testigos de acuerdo es en que al momento de verla salir, el beodo se llevó las manos a la garganta y cayó en medio de una convulsión al suelo. También hay unanimidad en torno a que su rostro se desfiguró y el hombre llegó a parecer un didelfo agonizante. Nadie logra explicar cómo fue que su cuerpo se explotó, ni en qué momento bajaron los zamuros a comer los trocitos restantes. Pero todos comprendieron la moraleja: Nunca se debe acosar sexualmente a una encantadora de profesión.