Corría el año 1964 o tal vez 1965 cuando le dije a Darío que al día siguiente venganza. Venganza y venganza. La próxima vez la chapa, le seguí diciendo, no encontraría estorbos y se la descerrajaría en el lunar del cuello a Marco Polo, arrancándoselo de un tajo. Venganza. Venganza. Darío se sopló la nariz en lugar de aprobar mi decisión con ímpetu de Concejo de Seguridad Internacional. Lo consideré un “Yo te apoyo en la causa, camarada”. A esa hora oscurecía y la tala de árboles para la construcción de Los Morados había alborotado a los zancudos y otras plagas de inenarrable molestia. No seguimos combatiendo y nos fuimos a la Letra G con las caras gachas, como si estuviéramos buscando bachacos por la acera. Darío vivía en planta baja, donde ahora viven sus padres. Papá aún no había llegado de A Gozar Muchachos, o uno de esos programas radiales. Así que fui a su habitación de
hobbies y me puse a construir una nueva escopeta-lanza-chapas. Luego vi la televisión con Mamá y ese Renny haciendo de las suyas sin dejar que nadie le robara cámara. Renny, en mitad de promoción de Viceroy, de la que él era imagen, aplastó un cigarro a medias encendido, a medias fumado, y se disculpó con la teleaudiencia por promocionarlo y que jamás fumaría de nuevo.
Los tractores habían apilado los árboles en medio del terreno que hace 40 años era más amplio y menos enrejado. Desde el balcón veía la silueta que imitaba a una pirámide azteca que vi en la portada de
Selecciones, la revista que leía Mamá. En el tope se dejaba ver una añejada bandera, agrisada y deshilachada como los pañitos viejos de cocina. Era el objetivo sin espesor ni belleza por el que luchamos durante tres semanas. Mi nueva escopeta la hice con un listón de madera. La señora Navas me recompensó por ayudarla con las bolsas un día de mercados, hortalizas en rebaja y aguaceros. La adapté al tamaño de mi brazo y mejoré por mil la anterior. Me hice de unos serruchos y par de lijas. Papá los usaba para sus aviones caseros que siempre estrellaba contra árboles, techos de carros, tendederos y postes de luz. Las chapas me salían curveadas. Se estrellaban contra el suelo y nunca puse en peligro la integridad física de inocentes, aunque me hubiera gustado estrellar aviones kamikazes de Papá en las cabezotas del enemigo.
En el campo de batalla los de Bloque 3 me barrían la cara corriendo y ni me tomaban en cuenta por mis ya conocidas imprecisiones. Alguien temeroso delante de mi campo de chapeo era un halago. Temían cuando no apuntaba a ellos. Y venía la frustración. En esos arrebatos me descuidé y Marco Polo me disparó directo al brazo, al hombro exactamente. Sentí mi frustración lacerándome: la mordida de la chapa. No fue nada grave como para ponerse a dar espectáculos como sí lo hacía el estúpido Napoleón, su hermano. Con esos nombres, como sacados de un libro de Historia, intimidaban a cualquiera.
Al día siguiente de esa tarde de los sesenta, Darío e Iván subieron a casa para planear tácticas y estrategias en la defensa y ataque. Iván se mofaba de Darío por lo de la alergia nasal. Aspiraba y los mocos parecían culebrillas verdes que entraban y volvían a su guarida. Pero Darío que no, que él sí podía y que no le dieran de baja. Yo sí puedo combatir. Yo sí puedo combatir. Era un soldado y no irrespetaría a Bloque 4 con un retoñar de cobardía, de grima, de pusilanimidad, en resumidas cuentas, con un retoñar de traición. Poco a poco llegaron los muchachos de la G.
Podíamos sacar y sacábamos un equipo de béisbol para las caimaneras, uno de baloncesto para jugar con los de Bloque 7, de vez en cuando con los de Bloque 2, más que nada, para distender músculos y abusar de su ineptitud colectiva. En más de una oportunidad le ganamos a Mamá Osa, que ahora es técnico de la Selección Nacional. Siempre en los deportes ganábamos. Pero la cosa se ponía difícil en la guerra de las chapas. Los de Bloque 3 agarraron ramas más fuertes. Luego vino un fin de semana de lluvias. Las ramas sobrantes no tenían la consistencia que exigía una escopeta y no todos conseguían un listón como el que yo tuve la suerte de encontrar. La señora Navas sólo me quería a mí porque era el único que le hacía favores y escuchaba sus chistes. Nunca supo que le lanzaba triquitraquis por el ojo mágico (y vacío) de la puerta. Sólo la puerta se astilló internamente y seguí lanzando triquitraquis como si nada. La culpa se la achaqué a La Garza que ya me debía una y ese día estuvo reacio y disparó siempre de lejitos. Tuvo que barrer gramos y gramos de aserrín y filetes de madera. Quedó como culpable y fue fácil que me creyeran por sus antecedentes. En resumidas cuentas, mi escopeta-lanza-chapas rozaba la comarca de la perfección.
Estábamos ya todos. Bajó Hermenegildo. Bajó La Garza. Bajó Octavio. Bajó Cara e’ Caña, el hermano de Iván y hermanos de Nora. Darío hablaba y hablaba y las sílabas se alternaban con respiros nasales y algún hilillo de mucosidad que se asomaba con esos ojitos de alergia refrenada. Y Robert, siempre inoportuno y su maniática obsesión por figurar y su chaqueta roja que no se quitaba ni para ir al baño.
Nos tocó primero defender la fortaleza. Lo que nos daba una ligera ventaja para el turno de ataque. Bloque 4 era la letra G. Y Bloque 3 venía con todo, nos doblegaba su alta tecnología en armas ecobélicas. Ciertamente, era en lo único que nos podían ganar y aprovechaban para humillarnos y desaforarse en tantas victorias escanciadas en sus estadísticas. Yo iba por el quite y en mi rasguño del brazo se resumía la derrota de ese ayer. A mi escopeta-lanza-chapas la había reforzado en el cuarto de Papá cambiando la liga por otra más gruesa. Pero era una nimiedad bélica comparada con la de nuestros vecinos. Así fue que Marco Polo logró impactarme en su segundo intento. También había otro problema que persistía. La plaga. Estaba densa y era imposible caminar con la boca abierta. Nubes de zancudos levitaban como bolas impresas en láminas de aire. Parecía un dispositivo anti-ataques, una biotecnología al servicio del enemigo para desmantelar nuestro sistema de comunicación oral: los gritos.
Sabíamos que era inútil frenar nuestras arremetidas. A cada avance de nuestras filas, íbamos hacia adelante, hacia adelante, siempre hacia delante como los buenos soldados. Hacia delante, aunque sólo por aquella única y lejana vez.
Alcanzaremos el banderín blanco. Ganaremos el día, nos repetíamos mentalmente, tal como ellos lo habían logrado en enésimas batallas anteriores. Somos invencibles. De nuestros poros brotaba un positivismo para exportar o ser analizado por un gurú de la autoestima. Cara e’ Caña, años más tarde, recordando este episodio dijo efusivamente en una reunión de condominios: Bloque 4 se lleva en el corazón para morir por él, no en los labios para vivir de él.
La primera chapa la disparé al azar. A mi lado estaba La Garza, pero prefirió irse a otro punto donde había menos posibilidades de recibir un chapazo. A cada rato, La Garza examinaba mi brazo y preguntaba: ¿Te duele?, con la voz de anormal necesaria para sospecharle la ausencia de un cromosoma. Yo tenía chapas para regalar. Cuando disparé una chapa de un Orange Crush, me provocó tomarme una botellita de ésas, las de ámbar acanalado. Al imbécil de Marco Polo, un día que tomaba Orange Crush, Iván, Darío, su hermano Luis Alberto y yo, le quitamos la botella al pobre tonto. Otro día, como siete años después de la guerra de las chapas, le arrebatamos un cigarro y el Iván se lo aplastó al mejor estilo Renny. Se lo merecía por dárselas de jefe y someter a los de Bloque 2, que parecían un ejército poliomielítico.
El primero en recibir un chapazo fue Hermenegildo, que tenía la mala costumbre de estar mirando siempre el cielo. Los cables telefónicos y eléctricos se lo mostraban dividido, cuadriculado. Desde que un primo suyo avistó un ovni o lo que supuso era un ovni, Hermenegildo iba una vez cada tres meses al pediatra por tortícolis. La nariz de Darío también apuntaba hacia constelaciones que, por el día, estaban invisibles. El hermano de Marco Polo estaba vestido con sus usuales e incoherentes combinaciones. Era recomendable ser daltónico para apuntarle. Su ropa, más que un camuflaje, era terrorismo cromático. Ya le habíamos hecho blanco en más de una oportunidad. Desde el tope de la montaña de troncos se le veían los ojos aguados. Él no servía para estos juegos y su acto más heroico había sido traficar dulces en un campamento para diabéticos. Iván era el más templado en sus disparos. Elegía con sabiduría el blanco y casi siempre les hacía pasar un buen susto. Octavio apuntaba con la escopeta y acariciaba el gatillo como si quisiera provocarle un orgasmo. La Garza ya amontonaba piedras por si la batalla se complicaba más de lo previsto.
No lograron avanzar hasta el tope. Llegó el turno de nosotros.
Ese día íbamos a ganar. Sí, sí, llegamos hasta el tope. Es un desatino que me incluya. No culminé la batalla y al día siguiente y al siguiente del siguiente no bajé por la hinchazón en el pómulo. La bandera la tomó Cara e’ Caña, que no le importaban los chapazos, como si tuviera el cuerpo forrado de goma o un chaleco anti-chapas debajo de su franela. Hubiera llegado yo, que gracias a mi puntería había dado de baja a tres del bando enemigo y, pues, a Hermenegildo que se atravesó en mi campo de chapeo, como siempre, distraído y buscando puntos móviles en el cielo: había desarrollado una sensibilidad visual que cualquier cosa podía ser un platillo volador.
Hubiera llegado yo. Despejé el camino para una inminente victoria. En el momento que ascendía por unos ramales escalonados, se me cayó la bolsa que contenía las chapas y, al agacharme para recuperar las municiones y seguir mi avanzada implacable, sentí que algo me besaba con labios de candela en el cachete. Picante como, imaginé, sería un beso de Doris Day, Grace Kelly o Ingrid Bergman, cualquiera de esas rubias peligrosas debía besar así. Por inercia, me llevé la mano al cachete y nada de sangre. En eso aprovechó Cara e’ Caña y pudo asir la bandera ante la mirada atónita de los de Bloque 3, que veían caer su invicto y alzarse nuestra definitiva victoria. Mientras tanto, yo estaba confundido por el dolor y el triunfo. Ese instante, o esa vertiginosa sucesión de instantes, fue el transcurrir de dos tiempos, de dos historias, de dos frustraciones que aleteaban con más fuerza que golondrinas embarazadas. Los segundos y los espacios copulaban entre sí. Años después, Cara e’ Caña me daría uno de los mejores consejos que recibí en mi adolescencia: “Nunca mezcles dos bebidas. Si lo haces, que la segunda sea de mayor grado alcohólico que las bebidas anteriores”. Aquella tarde de mediados de los sesenta, comprendí que mezclar dos emociones turba el espíritu, situación que puede ser buena o mala, según se mire. Y embriagadora. Sólo que el espíritu vendría a ser como la copa en la que se agitan esas emociones mezcladas.
Cara e’ Caña fue el héroe. Fue también la única vez que vencimos a Bloque 3.
Así debe ser la historia de los soldados: subterránea, subterránea y efímera. Hasta hoy nadie me lo ha agradecido. Yo fui un soldado de las chapas, tal vez el más grande e ignorado. Hasta ahora nadie me ha agradecido que yo arriesgara mi cachete. Aún tengo la marca del chapazo, un estigma de la ingratitud. Una línea pespunteada, circular, como trazada por la precisión de un compás. Fue la única vez que llegamos al tope. La marca de la chapa me duró largo tiempo. Me saqué como tres cédulas exhibiendo mi marca.
Un mes después los tractores desmantelaron la fortaleza.