por Annabel Petit, 80
Justo antes de zarpar se dio cuenta de que tenía un diente flojo. A los ocho años, sus aventuras por montañas y ríos desintegrándose de frutas y flores a su paso tenían que dejarle un rastro de experiencia al menos, puesto que aún no tenía ninguna cicatriz. Eso pensaba y se sentía orgullosamente mayor y temible, sobre todo ahora que cruzaría los mares. Él y su familia tenían que hacer un viaje largo a la tierra del padre de su papá que esperaba ver a su hijo y nietos —él , una hermana mayor y una hermana bebé— visitando desde lejos, desde la América del Sur . El niño era entonces tanto Sandokan en cubierta, como Simbad asolando segunda clase, o Sir Walter Raleigh saqueando la cocina. En el comedor pinchaba las frutas del postre como si tuviera una espada, y robaba el botín de quienes no aparecían a comer, todos mareados y quejosos.
Una noche que anunciaba tormenta, uno de los capitanes intentaba fijar en la ventana un nuevo marco de metal, que siendo más grande, era inexplicable ante lo estrecho del sencillo camarote. Parecía que este aro gigante e inflexible se convertía un poco en los lentes de aumento de un Dios que necesitase seguir la travesía del barquito que venía del Sur. Como si de nada se tratara el niño esa noche desafió mar y cielo, apoyando los codos sobre las rodillas sentado sobre su cama, que era la más alta, sin dormir, testigo de lo que pasaba afuera, de agua y más agua, fuese oscura o espumosa y que con sabiduría a pesar de su bravura, traía sobre todo gotas y turbulencia a chocar contra el vidrio. Nada de peces, ya que todos estaban abajo, muy abajo, resguardados debajo del mundo.
—Estamos cruzando él océano y es normal que haya corriente —creyeron explicar los grandes con convicción.
El diente invisible y afilado se cayó esa misma noche. A la mañana siguiente llegó el mismo capitán, un poco tieso para no tambalear, y sin esa holgura de pirata —lo que defraudó un poco al niño y lo hizo desconfiar del futuro de la nave cuando ya no estuviera ahí— y vuelta a la operación, quitó de la ventana el protector de metal que prevenía que el agua no empapase las cuchetas. Con la ayuda de estas armas modernas de caja de herramientas —nada de palos y puntas de lanza guardadas en el cinto y sacados sin aviso— la ventana volvió a ser un pequeño ojo valiente y libre pestañeando bajo las olas. Una ventanita tranquila como la que él tenía ahora bajo la lengua, blanda y segura de obtener en el futuro un fiero canino.
Cuando llegaron a Italia y antes del desembarco, el niño sigilosamente escribió sobre la pared su nombre y el año de sus asaltos: 1949. Aseguró bien los veintitrés panes robados de las mesas del desayuno esa mañana junto a las manzanas y bombones que secuestró de un bolso -o cofre- de la habitación vecina. Y enterró para siempre en la hoja de madera de la puerta el diente que amenaza alguna parte del Caribe, en un oxidado barco hoy hundido en el fondo del mar.
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