por Érika Roosen
El día 28 del pasado mes, las puertas del Paraninfo universitario se abrieron para otorgar a seis profesores de la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela la distinción de Doctores Honoris Causa. Entre ellos, cuatro profesores de la Escuela de Letras, queridos y admirados por cada uno de sus alumnos: era, por tanto, una distinción esperada. Es por eso que, en esta ocasión, el Papel Literario se enorgullece al dedicar sus páginas a esos maestros, quienes por muchos años han contribuido, de alguna u otra manera, a enriquecerlas.
“todo cuanto hemos aprendido lo asimilamos en gran parte gracias a la manera en que se nos dio la oportunidad de aprenderlo”.
María Fernanda Palacios
“Honor a quien honor merece”, exclamó Vincenzo Piero Lo Mónaco, decano de la Facultad de Humanidades y Educación, y del Paraninfo universitario se apoderó un silencio de profundo asentimiento. En efecto, tras cinco años de estudios y otros tantos de especialización, cualquier persona tiene la oportunidad de devenir profesor; pero, para convertirse en un maestro, como María Fernanda Palacios y Guillermo Sucre, como Rafael López-Pedraza y Adriano González León, sin duda hace falta algo más. George Steiner, otro gran maestro de la literatura, define ese algo más como “el misterio de la transmisión”. No solamente el hecho de que alguien se vea llamado a transmitir, sino, sobre todo, al hecho de que, gracias a los puentes que sabe tender Eros, esa transmisión se dé. Al salir de las clases de María Fernanda y de Guillermo, de López y de Adriano, como los llamamos sus alumnos, siempre tenemos la sensación, no tanto de que hemos adquirido un conocimiento, sino de que hemos vivido. La vida y la literatura, en ellos y en nosotros, se funden en un aprendizaje distinto, un aprendizaje de vida.
En este momento considero necesario hacer una pequeña confesión. A mí, como alumna (¿debería decir “discípula”?) de María Fernanda y de Guillermo, me resulta cuesta arriba escribir estas líneas de un modo “objetivo”. Entre mis recuerdos más preciados está aquella noche en la que, al salir de clase, Guillermo, cigarro en mano y con voz queda, me comentó que Albert Camus había llamado a su libro El extranjero porque trataba de un extrañamiento del hombre en el mundo: “palabra que a Cortázar le gustaría mucho”. Y a María Fernanda, mi tutora en el sentido más profundo de la palabra, le debo mi manera de leer, incluso en buena parte mi manera de acercarme a la vida. Lo mismo me sucede con López y con Adriano porque, si bien nunca tuve la oportunidad de asistir a sus clases, a través de sus textos y de las historias que he escuchado en el pasillo de la Escuela de Letras se ha generado una indudable proximidad. Recuerdo, especialmente, la mirada emocionada de mi amigo, Mario Morenza, al contarme que al final de todas sus clases, Adriano recitaba largos poemas de memoria; así como ese prólogo en el que María Fernanda recuerda las clases de mitología de los viernes, a cargo de López. Probablemente, esta confesión de subjetividad puede servir de puente para recordar que la relación maestro-discípulo parte de una cercanía, de una intimidad que siempre deviene en admiración. En definitiva, lo que sucede en las clases con Adriano, con López, con María Fernanda y con Guillermo es que todos, como Odiseo en su viaje, “hacemos alma”: incluso ellos, nuestros queridos maestros, porque saben muy bien que la literatura no se enseña sino que ella nos enseña.
Fue Jorge Luis Borges quien afirmó que el escritor busca siempre “no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”. En la actualidad, muchos teóricos y profesores de literatura sienten que un lenguaje enrevesado es muestra de conocimiento y, por eso, se hacen de él como el náufrago se hace de algún pedazo de madera. Pero para nuestros maestros, la búsqueda, como la de Borges, siempre ha sido la opuesta. Sólo a través de esa “modesta y secreta complejidad” con la que se cargan sus lenguajes precisos, claros, puede lograrse el verdadero fin de quien ha dedicado su vida a la literatura: servir de puente entre ella y la vida. Y ese mismo tono fresco, secreta y modestamente complejo, de sus clases, se refleja en cada uno de sus textos. Es por eso, sin duda, que los libros de María Fernanda, de López, de Guillermo y de Adriano, se han convertido en una referencia obligada en el estudio de la literatura.
Gracias a ellos hemos comprendido, entonces, que, como apunta Nemer Ibn El Barud, en literatura, “una respuesta es, generalmente, una pregunta compartida”. En la mayoría de los casos, más que tratar de dilucidar un misterio, es necesario aprender a leerlo como tal: “vivir en el misterio: frase redundante”, diría otro Doctor Honoris Causa de la Universidad Central, el poeta Rafael Cadenas. Es por eso, quizá, que más valdría quedarse con el misterio de ese algo más que siempre surge en el encuentro con estos maestros que tratar de describirlo hasta agotarlo. En especial porque, a fin de cuentas, ese algo más pasa, necesariamente, por uno de los legados más hermosos que han dejado impresos nuestros maestros en nosotros: el honor de admirar. En estos tiempos de crisis, en los que las instituciones están perdiéndose, en los que se apela al olvido, también, para no reconocer a los hombres y a las mujeres notables, no hay regalo más preciado que la admiración. Por eso, en esta ocasión, el Papel Literario al honrar a nuestros queridos maestros, se honra.
“todo cuanto hemos aprendido lo asimilamos en gran parte gracias a la manera en que se nos dio la oportunidad de aprenderlo”.
María Fernanda Palacios
“Honor a quien honor merece”, exclamó Vincenzo Piero Lo Mónaco, decano de la Facultad de Humanidades y Educación, y del Paraninfo universitario se apoderó un silencio de profundo asentimiento. En efecto, tras cinco años de estudios y otros tantos de especialización, cualquier persona tiene la oportunidad de devenir profesor; pero, para convertirse en un maestro, como María Fernanda Palacios y Guillermo Sucre, como Rafael López-Pedraza y Adriano González León, sin duda hace falta algo más. George Steiner, otro gran maestro de la literatura, define ese algo más como “el misterio de la transmisión”. No solamente el hecho de que alguien se vea llamado a transmitir, sino, sobre todo, al hecho de que, gracias a los puentes que sabe tender Eros, esa transmisión se dé. Al salir de las clases de María Fernanda y de Guillermo, de López y de Adriano, como los llamamos sus alumnos, siempre tenemos la sensación, no tanto de que hemos adquirido un conocimiento, sino de que hemos vivido. La vida y la literatura, en ellos y en nosotros, se funden en un aprendizaje distinto, un aprendizaje de vida.
En este momento considero necesario hacer una pequeña confesión. A mí, como alumna (¿debería decir “discípula”?) de María Fernanda y de Guillermo, me resulta cuesta arriba escribir estas líneas de un modo “objetivo”. Entre mis recuerdos más preciados está aquella noche en la que, al salir de clase, Guillermo, cigarro en mano y con voz queda, me comentó que Albert Camus había llamado a su libro El extranjero porque trataba de un extrañamiento del hombre en el mundo: “palabra que a Cortázar le gustaría mucho”. Y a María Fernanda, mi tutora en el sentido más profundo de la palabra, le debo mi manera de leer, incluso en buena parte mi manera de acercarme a la vida. Lo mismo me sucede con López y con Adriano porque, si bien nunca tuve la oportunidad de asistir a sus clases, a través de sus textos y de las historias que he escuchado en el pasillo de la Escuela de Letras se ha generado una indudable proximidad. Recuerdo, especialmente, la mirada emocionada de mi amigo, Mario Morenza, al contarme que al final de todas sus clases, Adriano recitaba largos poemas de memoria; así como ese prólogo en el que María Fernanda recuerda las clases de mitología de los viernes, a cargo de López. Probablemente, esta confesión de subjetividad puede servir de puente para recordar que la relación maestro-discípulo parte de una cercanía, de una intimidad que siempre deviene en admiración. En definitiva, lo que sucede en las clases con Adriano, con López, con María Fernanda y con Guillermo es que todos, como Odiseo en su viaje, “hacemos alma”: incluso ellos, nuestros queridos maestros, porque saben muy bien que la literatura no se enseña sino que ella nos enseña.
Fue Jorge Luis Borges quien afirmó que el escritor busca siempre “no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”. En la actualidad, muchos teóricos y profesores de literatura sienten que un lenguaje enrevesado es muestra de conocimiento y, por eso, se hacen de él como el náufrago se hace de algún pedazo de madera. Pero para nuestros maestros, la búsqueda, como la de Borges, siempre ha sido la opuesta. Sólo a través de esa “modesta y secreta complejidad” con la que se cargan sus lenguajes precisos, claros, puede lograrse el verdadero fin de quien ha dedicado su vida a la literatura: servir de puente entre ella y la vida. Y ese mismo tono fresco, secreta y modestamente complejo, de sus clases, se refleja en cada uno de sus textos. Es por eso, sin duda, que los libros de María Fernanda, de López, de Guillermo y de Adriano, se han convertido en una referencia obligada en el estudio de la literatura.
Gracias a ellos hemos comprendido, entonces, que, como apunta Nemer Ibn El Barud, en literatura, “una respuesta es, generalmente, una pregunta compartida”. En la mayoría de los casos, más que tratar de dilucidar un misterio, es necesario aprender a leerlo como tal: “vivir en el misterio: frase redundante”, diría otro Doctor Honoris Causa de la Universidad Central, el poeta Rafael Cadenas. Es por eso, quizá, que más valdría quedarse con el misterio de ese algo más que siempre surge en el encuentro con estos maestros que tratar de describirlo hasta agotarlo. En especial porque, a fin de cuentas, ese algo más pasa, necesariamente, por uno de los legados más hermosos que han dejado impresos nuestros maestros en nosotros: el honor de admirar. En estos tiempos de crisis, en los que las instituciones están perdiéndose, en los que se apela al olvido, también, para no reconocer a los hombres y a las mujeres notables, no hay regalo más preciado que la admiración. Por eso, en esta ocasión, el Papel Literario al honrar a nuestros queridos maestros, se honra.
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