por Keila Vall de la Ville, 19,20
Recuerda que soy aún,
y que así es cierto que he sido.
Recuerda que podrías verme,
y que tú me has visto.
Javier Marías
y que así es cierto que he sido.
Recuerda que podrías verme,
y que tú me has visto.
Javier Marías
Al final del corredor se encontró con un gran salón de techos altos y piso de cemento pulido. Llegó atraída por los sonidos desarticulados. Por las frases que cada sonido parecía elaborar con sentido perfecto pero emancipado del anterior y del que le seguía. El lugar parecía desocupado, vacío. Sin cuadros ni esculturas que justificaran el portón abierto. Pronto identificó, sobre un volumen rectangular blanco y alto ubicado en la entrada, pequeños volantes apilados que solicitaban en letras mayúsculas: “favor no hablar ni dar de comer a los músicos”. Más abajo de esta frase y en pequeño, aparecían tres nombres y tres apellidos, o tres nombres con sus respectivos apellidos.
Para asomarse al salón fue necesario acostumbrar sus pupilas al paisaje denso y cerrado, a la cualidad esponjosa de la luz que se colaba sólo a través de mínimos espacios abiertos entre el techo y las paredes. Una franja de arena clara parecía difuminarse del cielo raso al piso y se hacía más amplia al acercarse a él. En uno de los extremos de la gran habitación distinguió apenas la silueta de un escritorio, una plancha gruesa sobre dos soportes piramidales de metal. Tres figuras sentadas miraban hacia la puerta y eran apreciables, aun en penumbras, también desde allí. Había cables conectando los equipos a otros equipos, y cables conectando algunos de ellos a cuatro cajas rectangulares y altas.
En el centro de la sala, dos puffs engullían a dos personas. Pronto, sin hablar y con movimientos decididos (sería la única manera de zafarse de la boca de cuero y su relleno fluctuante de anime) la mujer se puso de pie. Su acompañante la imitó, aunque con menor destreza, y los dos salieron, cruzando la puerta hacia el sol y la fuente de agua. Fue como si el galpón les hubiese quedado pequeño, como si la recién llegada hubiese necesitado que estos visitantes salieran para poder entrar, o en todo caso, sentarse. Cojines, había solo dos. Terminó de cruzar el umbral oscuro, sosteniendo cual mapa el pequeño papel con letras negras. No se sentó. Decidió caminar hacia la mesa, sin saber para qué y sin saber cuál de las tres siluetas podría reconocerla; así de confuso era el ambiente del galpón. Pronto uno de los cuerpos se puso de pie.
Muy tarde la botella apuntó el pico hacia mí; la base, directamente a Santiago. Sin negociaciones ni protestas obedecimos. Los dos nos pusimos de pie. Había un tanque de agua al fondo de un jardín oscuro y muy frío. Al levantarme del suelo el gato salió corriendo, saltó hacia la ventana. Santiago ya estaba en la puerta mirando hacia afuera y terminando su cigarrillo, que lanzó propulsándolo con el dedo medio y el pulgar, en una palanca eficaz. No recuerdo qué debíamos hacer. Sé que caminamos hacia la noche y que hubo sexo sobre el tanque. Que el borde afilado de cemento causó una herida; la marca que aún muestra uno de los huesos salientes de mi columna. Adentro, los que jugaban se cansaron de esperar pero no salieron a buscarnos. Llamaron a Santiago, pronunciaron también mi nombre, pero no respondimos.
Las paredes se convirtieron en el marco de un cuadro vivo dentro del que ella se movía. Aquélla le pareció una película muda. Los que entramos a escuchar la instalación de los músicos a los que no debemos hablar ni dar de comer, somos la instalación; esto lo pensó horas más tarde, pues en el momento que era presente se acercó a la primera corneta y disfrutó del sonido fragmentado, sin mirar ya los cables ni los hombres ni la plataforma de acero que hacía de escritorio.
Norman llevaba puesto un suéter color rojo con una capucha del mismo color y Ernesto pasó toda la noche, o lo que a mí me pareció toda la noche, diciendo que Norman era el lobo feroz después de comerse a la caperucita roja. Yo me acosté sobre tres colchonetas sobrepuestas y muy sucias, y me quedé dormida. Cuando abrí los ojos Ángela estaba junto a mí jugando con las sombras, inventando figuras que en sus manos parecían extraños garabatos pero que se convertían en animales perfectos al reflejarse sobre la superficie de la tienda de campaña. Me parece que Ernesto dijo mil veces que Norman era el lobo feroz después de comerse a la caperucita roja, y que mil veces todos nos reímos; a mí me parecía de lo más ocurrente. Además era cierto, Norman parecía un lobo. En algún momento Ángela y yo tomamos algunos tubos de óleo de nuestro anfitrión y usamos un lienzo reciclado que él mismo nos prestó. Nos dedicamos muy concentradas y silenciosas a pintar un cuadro usando sólo los colores más brillantes, más feroces, que contra todo pronóstico terminó siendo un rectángulo cubierto por un emplaste marrón. Hacia el final de la noche cruzamos la calle y terminamos en El Sol de los Llanos, una arepera donde tomamos agua y cocacola. Creo que Norman continuaba con nosotros. De allí, Ernesto llevó a cada quien a su casa. Santiago dijo que el cuadro que habíamos pintado era el toque infame de la noche.
Subimos al automóvil en un ritmo acompasado y recorrimos la ciudad, la autopista rayada por los faros amarillos a sus costados, esos hilos de luz que parecían extenderse como guirnaldas de poste a poste. Iríamos muy rápido o estaríamos demasiado ebrios, para ver un paisaje así, tan adornado. Nadie habló y sin embargo el trayecto se hizo breve. Al llegar cruzamos la puerta y con urgencia nos desvestimos lo mínimo indispensable. Todo fue allí mismo, en la entrada de la casa. Sonó el teléfono. Yo atendí y sostuve la conversación que desencajó la noche y lo que seguía, si es que algo seguía. Santiago fumó un cigarrillo mientras me miraba en el teléfono. A Ernesto le había ocurrido algo. Que se había puesto mal, otros amigos lo habían dejado en la puerta de su casa, habían tocado el timbre y lo habían dejado en el suelo del estacionamiento. Que se fueron corriendo, sin esperar. Mientras escuchaba mi voz, Santiago encendió un nuevo cigarrillo con el que venía fumando y ya se aferraba al filtro. Apenas corté la comunicación, se despidió con un beso en la mejilla que dejó todo cerrado como siempre. Él era un tipo de pocas palabras. Yo igual.
Para asomarse al salón fue necesario acostumbrar sus pupilas al paisaje denso y cerrado, a la cualidad esponjosa de la luz que se colaba sólo a través de mínimos espacios abiertos entre el techo y las paredes. Una franja de arena clara parecía difuminarse del cielo raso al piso y se hacía más amplia al acercarse a él. En uno de los extremos de la gran habitación distinguió apenas la silueta de un escritorio, una plancha gruesa sobre dos soportes piramidales de metal. Tres figuras sentadas miraban hacia la puerta y eran apreciables, aun en penumbras, también desde allí. Había cables conectando los equipos a otros equipos, y cables conectando algunos de ellos a cuatro cajas rectangulares y altas.
En el centro de la sala, dos puffs engullían a dos personas. Pronto, sin hablar y con movimientos decididos (sería la única manera de zafarse de la boca de cuero y su relleno fluctuante de anime) la mujer se puso de pie. Su acompañante la imitó, aunque con menor destreza, y los dos salieron, cruzando la puerta hacia el sol y la fuente de agua. Fue como si el galpón les hubiese quedado pequeño, como si la recién llegada hubiese necesitado que estos visitantes salieran para poder entrar, o en todo caso, sentarse. Cojines, había solo dos. Terminó de cruzar el umbral oscuro, sosteniendo cual mapa el pequeño papel con letras negras. No se sentó. Decidió caminar hacia la mesa, sin saber para qué y sin saber cuál de las tres siluetas podría reconocerla; así de confuso era el ambiente del galpón. Pronto uno de los cuerpos se puso de pie.
*
Mérida. Una casa que no recuerdo, una bebida que no identifico en la memoria pero que podía ser vino de mora, aunque estábamos tan tomados que debía ser ginebra o ron. Esa noche, en la sala de alguien cuyo nombre tampoco viene a mi mente, jugamos a la botellita. Una diversión estúpida: todos sentados en círculo veneran los giros de una botella que acostada en el suelo, en el centro, es puesta a rotar sobre sí misma. Una vez la ruleta se ha detenido, el pico y la base de la botella atan a dos de los participantes a un mismo destino. Ernesto y Marisol fueron los primeros. Los borrachos aplaudieron o todos nos reímos, y algunos hicieron algún chiste vulgar del que ya nadie se acuerda. Los dos ganadores se pusieron de pie y escucharon su penitencia, que cumplieron de buena gana. Encendieron un tabaco que se fumaron sin compartir con los demás. Mientras tanto, Matías y Elena se besaban aunque no era su turno ni una penitencia, sólo por hacer algo en el paréntesis del juego que era el juego mismo. Juan sirvió nuevas bebidas. Un gato entró desde el jardín por la ventana y se sentó en mis piernas. Santiago cambió la música y puso a Miles Davis tocando con unos raperos. Más adelante Juan y Manuel se pusieron de pie y bailaron frente a todos Sombras nada más.Muy tarde la botella apuntó el pico hacia mí; la base, directamente a Santiago. Sin negociaciones ni protestas obedecimos. Los dos nos pusimos de pie. Había un tanque de agua al fondo de un jardín oscuro y muy frío. Al levantarme del suelo el gato salió corriendo, saltó hacia la ventana. Santiago ya estaba en la puerta mirando hacia afuera y terminando su cigarrillo, que lanzó propulsándolo con el dedo medio y el pulgar, en una palanca eficaz. No recuerdo qué debíamos hacer. Sé que caminamos hacia la noche y que hubo sexo sobre el tanque. Que el borde afilado de cemento causó una herida; la marca que aún muestra uno de los huesos salientes de mi columna. Adentro, los que jugaban se cansaron de esperar pero no salieron a buscarnos. Llamaron a Santiago, pronunciaron también mi nombre, pero no respondimos.
*
Caminó con el papel en la mano: “favor no hablar ni dar de comer a los músicos”, y supuso en el trayecto que rompería las normas del sitio. Al acercarse, el hombre de pie dijo algo sobre los siglos que habían pasado desde la última vez. Ella asintió, miró la boca, el modo en que articulaba cada sonido, las ondas que emanaban en forma de recuerdo, y pronto identificó una mueca, el desgano irónico de siempre. Miró su manera de mirarla y su sonrisa. Pensó que hay cosas que nunca cambian. En el intento por llenar el hueco y proteger la memoria dijo alguna frase hueca. Pronto se distanció, se deslizó sobre el suelo frágil sabiéndose lo único en foco: una imagen aislada en el ojo del dueño del sonido y del lugar.Las paredes se convirtieron en el marco de un cuadro vivo dentro del que ella se movía. Aquélla le pareció una película muda. Los que entramos a escuchar la instalación de los músicos a los que no debemos hablar ni dar de comer, somos la instalación; esto lo pensó horas más tarde, pues en el momento que era presente se acercó a la primera corneta y disfrutó del sonido fragmentado, sin mirar ya los cables ni los hombres ni la plataforma de acero que hacía de escritorio.
*
Caracas. Plaza de los Museos. En un concierto de música callejera, Ángela, Ernesto y yo nos topamos con Santiago. Nosotros dos nos saludamos, saludando a la vez sin palabras a los dos del tanque que habíamos sido. Al terminar el concierto los cuatro subimos a la camioneta de Ernesto para terminar en una pequeña plaza cerca de Chacaíto. Llegamos a la casa de Norman, un pintor que vivía allí, sobre esa plaza, en dos tiendas improvisadas que no se identificaban desde la avenida. Después de esa noche tuve dudas, a veces me parece que ni el lugar ni el personaje existieron, pues al poco tiempo volví y no encontré nada. Ni rastros del amigo pintor.Norman llevaba puesto un suéter color rojo con una capucha del mismo color y Ernesto pasó toda la noche, o lo que a mí me pareció toda la noche, diciendo que Norman era el lobo feroz después de comerse a la caperucita roja. Yo me acosté sobre tres colchonetas sobrepuestas y muy sucias, y me quedé dormida. Cuando abrí los ojos Ángela estaba junto a mí jugando con las sombras, inventando figuras que en sus manos parecían extraños garabatos pero que se convertían en animales perfectos al reflejarse sobre la superficie de la tienda de campaña. Me parece que Ernesto dijo mil veces que Norman era el lobo feroz después de comerse a la caperucita roja, y que mil veces todos nos reímos; a mí me parecía de lo más ocurrente. Además era cierto, Norman parecía un lobo. En algún momento Ángela y yo tomamos algunos tubos de óleo de nuestro anfitrión y usamos un lienzo reciclado que él mismo nos prestó. Nos dedicamos muy concentradas y silenciosas a pintar un cuadro usando sólo los colores más brillantes, más feroces, que contra todo pronóstico terminó siendo un rectángulo cubierto por un emplaste marrón. Hacia el final de la noche cruzamos la calle y terminamos en El Sol de los Llanos, una arepera donde tomamos agua y cocacola. Creo que Norman continuaba con nosotros. De allí, Ernesto llevó a cada quien a su casa. Santiago dijo que el cuadro que habíamos pintado era el toque infame de la noche.
*
Las explosiones sonoras se diluyeron en hilos suaves que la condujeron como en una cinta transportadora al cubo siguiente. Se abrió espacio en el salón vacío de personas con quien hablar y vacío también de sonidos conocidos, y pronto fue la segunda ola, una onda vibrante, seguida o interrumpida por un beat profundo y hueco, que le martilló el cerebro y la llevó aturdida a la próxima caja negra.*
Caracas. Una fiesta cualquiera. Me crucé con Santiago y casi no hablamos, como siempre que coincidimos. Todas las habitaciones del apartamento estaban repletas de gente y en cada una ocurría algo distinto. Cuando las jeringas comenzaron a brillar, cuando Ernesto nos invitó a quedarnos mostrándonos la bolsita blanca de papel como única pista de lo que venía, le pedí a Santiago que me llevara a mi casa. Creo haber sido yo quien lo propuso. Tal vez le pedí un favor, que me llevara a mi casa.Subimos al automóvil en un ritmo acompasado y recorrimos la ciudad, la autopista rayada por los faros amarillos a sus costados, esos hilos de luz que parecían extenderse como guirnaldas de poste a poste. Iríamos muy rápido o estaríamos demasiado ebrios, para ver un paisaje así, tan adornado. Nadie habló y sin embargo el trayecto se hizo breve. Al llegar cruzamos la puerta y con urgencia nos desvestimos lo mínimo indispensable. Todo fue allí mismo, en la entrada de la casa. Sonó el teléfono. Yo atendí y sostuve la conversación que desencajó la noche y lo que seguía, si es que algo seguía. Santiago fumó un cigarrillo mientras me miraba en el teléfono. A Ernesto le había ocurrido algo. Que se había puesto mal, otros amigos lo habían dejado en la puerta de su casa, habían tocado el timbre y lo habían dejado en el suelo del estacionamiento. Que se fueron corriendo, sin esperar. Mientras escuchaba mi voz, Santiago encendió un nuevo cigarrillo con el que venía fumando y ya se aferraba al filtro. Apenas corté la comunicación, se despidió con un beso en la mejilla que dejó todo cerrado como siempre. Él era un tipo de pocas palabras. Yo igual.
*
La mujer continuó persiguiendo el sonido, dejándose tomar por los encuentros descomplicados, fortuitos, por la muerte del amigo, por aquel abandono en el estacionamiento de una casa que ella nunca conoció pero que ha elaborado en su mente con el paso de los años. Llegó a la última caja negra. Silencio. El recuerdo se resumió en silencio. Una pausa en el sonido es una pausa en la memoria. Así, naufragando en el tiempo, salió del galpón, sin despedirse; no había nada que decir, hay cosas que no cambian jamás. Ya en el jardín sintió la herida de un rayo de sol en sus ojos, siempre sensibles. Sintió el estallido. Encandilada, subió a su auto. Era domingo y tenía varias cosas que hacer.
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