por Dayana Frailes, 7
Una vez escuché a un conocido de la Escuela de Artes visuales de la UCV, relatar las tragicómicas gestiones que estaba llevando a cabo con el fin de obtener un permiso para filmar en el Metro de Caracas. Se trataba de un corto de unos diez minutos, con una escena de 20 segundos (a esas alturas de la pre-producción detestada por todos) en donde se veía a la protagonista caminar por el andén hasta perderse entre una caótica multitud, que me gustó imaginar como un camello haciendo equilibrismo sobre una línea amarilla, luego de despellejarse, al intentar entrar por el ojal edénico de una aguja.
Nunca me enteré en qué pararon sus gestiones. De la conversación sólo me quedó la certeza de que en el metro estaba prohibido filmar y tomar fotos, algo que decidí recordar si en un futuro se me antojaba escribir un guión.
Me tocó recordar este punto bastante antes de lo que había pensado. Estábamos en la entrada de la torre La Previsora y Daniel me entregaba su cámara para que registrara las imágenes del segundo flash mob, convocado por el colectivo CCS mob, con la idea de manifestar en contra de la homofobia y a favor de los derechos de los homosexuales y transexuales.
Un flash mob, según Cristóbal Cobo Romaní, coordinador del Departamento de Comunicaciones y Nuevas Tecnologías de la UNAM, se puede definir como: “un grupo de personas que se reúne simultánea, transitoria y voluntariamente, sin que sea necesario que se conozcan con anterioridad, en un lugar público para realizar algo inusual o notable (suelen ser acciones simbólicas) para luego desaparecer de improvisto. Usualmente están organizados a través de Internet u otro sistema de comunicación digital”.
Este fenómeno aparece en el contexto de la Web 2.0, estimulado por la nueva arquitectura de la participación, que define esta versión y que se refleja en ciertas cualidades como su uso libre y gratuito, su naturaleza sencilla y adaptable y su orientación a favorecer el trabajo colectivo. Los dispositivos más populares de la Web 2.0, son los blogs, las wikis, las plataformas P2P (peer to peer), sites de redes sociales como Facebook (aunque he escuchado y leído algo de que Facebook tiene ciertas características que la acercan a la Web 3.0) y motores de búsquedas, como Google.
Dice Alessandro Bariccco en su ensayo sobre la mutación, que hemos llegado a otra etapa de la civilización. Las estructuras mentales del hombre nuevo estarían influenciadas por la estructura de funcionamiento de Google: él navegaría por la superficie, considerando válidos e importantes los primeros links de la lista, alineados según la popularidad de éstos a través de un algoritmo, un perfecto y confiable algoritmo. Esto quiere decir que si tomamos la espectacularidad y la valoración de la experiencia como trayectos de sensaciones, en donde el Hamlet de Shakespeare, “Frozen” de Madonna y Kill Bill de Tarantino, aparecen interconectados sin jerarquías evidentes, y a esto sumamos la reinvención de la superficialidad y la revisión de la profundidad y, como guinda del postre, le agregamos la avidez por mantenerse siempre en continuo movimiento: nos topamos con el hombre nuevo, un tipo que quizás tenga nuestro mismo rostro (Homo Digitalis), el rostro de alguien que escribe para un blog o el rostro de alguien que lee los blogs que otras personas escriben y que, a su vez, escribe en blogs que siempre termina por enlazar al Facebook.
Los atrapé en el espejo, o sea, en la pantalla (imaginen un emoticon aquí).
Entonces, si según Baricco, o digamos mejor, según mi lectura de Baricco, la estructura de funcionamiento de Google determina-determinará las estructuras mentales del hombre nuevo, también pudiéramos decir que Facebook, determina-determinará las estructuras sociales en las que éste va a moverse. Dirán que es un poco exagerado, pero se ha comprobado que la mutación va accionando de estos modos. Los flash mobs sobre los cuales les venía hablando, son un síntoma de estas transformaciones, apenas la punta de un iceberg gigante: la articulación social a través de los dispositivos digitales.
Esta articulación es, prácticamente, virtual, lo cual permite a los individuos sumarse a múltiples y variadas causas. El mob de personas de carne y hueso, se irá conformando en ocasiones especiales de una manera viral por medio del envío de correos electrónicos o mensajería instantánea, en tales comunicados figurará el lugar, la hora y quizás algunas instrucciones sobre la acción a realizar. Las acciones serán simbólicas y además brevísimas.
Ahora, aclarados algunos conceptos, permítanme describirles aquella escena que dejé tirada a la mitad hace quizás más de una página: esta trayectoria de sentido funciona de manera casi hipertextual.
Alrededor de 40 personas conspirábamos en las adyacencias de una entrada de la estación Plaza Venezuela. Mientras nos mostrábamos, los unos a los otros, los carteles que habíamos preparado para la ocasión, acordamos las estrategias a seguir, y Antonio reveló la señal, a través de la cual nos indicaría que había llegado el momento de subir el telón.
El colectivo había recalcado la importancia de conformar una masa heterogénea, constituida por gays de férrea militancia, gays de ocasión, y no-gays para demostrar que todos podíamos convivir pacíficamente. Este objetivo se logró con bastante éxito, y se apreciaba en los mensajes que cada uno escogió para su cartel.
Me pareció una experiencia muy interesante que la mayoría de las personas que participamos en el flash mob, nos estábamos conociendo esa misma noche. Yo me enteré del asunto porque mis amigos Daniel y Antonio, pareja gay de inquebrantable militancia y organizadores del evento, me pasaron una invitación por el Facebook. Apenas leí el programa que esos dos se traían entre manos, literalmente aluciné. El plan era sencillo, aunque un poco temerario, considerando la moralina rancia que adereza la vida del grueso de la población caraqueña, y consistía en que parejas gays y parejas no-gays, se besaran en los vagones del metro un viernes por la noche. Una paradoja del tamaño de una casa, la cursilería de un lado y la transgresión del otro. La configuración simbólica de lo que, a mi juicio, esta ciudad necesita: AMOR.
Esa noche me sentí como una reportera de guerra, llevaba la cámara escondida en mi bolso y una leve paranoia me estrellaba contra desenlaces imaginarios, sin que esto me hiciera poner los pies en polvorosa. Imaginé que los empleados del metro nos sacaban en filita india del vagón, que me arrebataban la cámara y nos montaban en una jaula de la Policía Metropolitana. También imaginé que un tipo de tres metros con aires de machazo nos trituraba hasta volvernos papilla. Imaginé que se producía una trifulca en el metro, que una cuerda de viejas indignadas nos daban de puñetazos mientras nos insultaban a todo pulmón. Luego imaginé que todas estas cosas sucedían al mismo tiempo o, al menos, en sucesión aleatoria.
Pero, contra todo pronóstico, la actividad fue un éxito. Cuando, a la señal convenida, acompañándose con su guitarra, una de las chicas empezó a cantar boleros y los manifestantes comenzaron a besarse, yo hice lo que se suponía que debía hacer: encender la cámara y desplazarme por el vagón mientras mostraba un cartel en donde se leía en tipografía muy grande “Creo en el amor”.
Un comeflorismo sin mácula flotaba en el ambiente. La escena terminó por resultar un poco chistosa. Los que no se besaban, alzaban sus carteles y coreaban la versión de “Bésame mucho” más original del continente americano. Décadas de boleros mandados al demonio por una horda de muchachos que jamás escuchan boleros pero que, no obstante, se sentían cómodos apoderándose de sus letras y re-territorializándolas, situándolas en nuevas cartografías, trazadas por la rebelión tecno-cultural: inéditas formas de apropiación tecnológica que favorecen el intercambio del conocimiento colectivo y fomentan la cooperación entre las personas. La elección de “Bésame mucho”, por distintas razones, no había sido gratuita, era un proceso inconsciente que colocaba al amor gay, junto al amor de nuestros padres y abuelos, en el canon del bolero. El canon, por excelencia, del amor latinoamericano.
La buena vibra picaba y se extendía.
Las reacciones de los desprevenidos usuarios del metro fueron diversas. Algunos se reían, otros hacían chistes, los más, simplemente se hacían de la vista gorda. Nos bajamos en la siguiente estación, luego de gritar algunas consignas, para esperar el próximo vagón en donde repetiríamos el numerito. Estuvimos en esas desde Plaza Venezuela hasta Los Dos Caminos. En esta última estación el grupo de disolvió, y cada quien agarró por su lado. La manifestación no duró más de una hora.
Le devolví la cámara a un Antonio sonriente y eufórico. Recuerdo que hice un chiste sobre la camarógrafa amateur que era. Ellos harían la post-producción, me dijo, luego agregó, indulgente, que así las tomas fueran malísimas, algo podrían hacer con ellas a la hora de editarlas. Me sentí aliviada. Lo abracé y le hice a los demás chau con la mano, acto seguido tomé el vagón que me acercaría a mi casa. El camino de vuelta me dio oportunidad de rememorar las imágenes que había capturado e interpretarlas a través de mis lecturas mal digeridas y de estos enfoques teóricos de los cuales nadie puede salvarse.
Nunca me enteré en qué pararon sus gestiones. De la conversación sólo me quedó la certeza de que en el metro estaba prohibido filmar y tomar fotos, algo que decidí recordar si en un futuro se me antojaba escribir un guión.
Me tocó recordar este punto bastante antes de lo que había pensado. Estábamos en la entrada de la torre La Previsora y Daniel me entregaba su cámara para que registrara las imágenes del segundo flash mob, convocado por el colectivo CCS mob, con la idea de manifestar en contra de la homofobia y a favor de los derechos de los homosexuales y transexuales.
Un flash mob, según Cristóbal Cobo Romaní, coordinador del Departamento de Comunicaciones y Nuevas Tecnologías de la UNAM, se puede definir como: “un grupo de personas que se reúne simultánea, transitoria y voluntariamente, sin que sea necesario que se conozcan con anterioridad, en un lugar público para realizar algo inusual o notable (suelen ser acciones simbólicas) para luego desaparecer de improvisto. Usualmente están organizados a través de Internet u otro sistema de comunicación digital”.
Este fenómeno aparece en el contexto de la Web 2.0, estimulado por la nueva arquitectura de la participación, que define esta versión y que se refleja en ciertas cualidades como su uso libre y gratuito, su naturaleza sencilla y adaptable y su orientación a favorecer el trabajo colectivo. Los dispositivos más populares de la Web 2.0, son los blogs, las wikis, las plataformas P2P (peer to peer), sites de redes sociales como Facebook (aunque he escuchado y leído algo de que Facebook tiene ciertas características que la acercan a la Web 3.0) y motores de búsquedas, como Google.
Dice Alessandro Bariccco en su ensayo sobre la mutación, que hemos llegado a otra etapa de la civilización. Las estructuras mentales del hombre nuevo estarían influenciadas por la estructura de funcionamiento de Google: él navegaría por la superficie, considerando válidos e importantes los primeros links de la lista, alineados según la popularidad de éstos a través de un algoritmo, un perfecto y confiable algoritmo. Esto quiere decir que si tomamos la espectacularidad y la valoración de la experiencia como trayectos de sensaciones, en donde el Hamlet de Shakespeare, “Frozen” de Madonna y Kill Bill de Tarantino, aparecen interconectados sin jerarquías evidentes, y a esto sumamos la reinvención de la superficialidad y la revisión de la profundidad y, como guinda del postre, le agregamos la avidez por mantenerse siempre en continuo movimiento: nos topamos con el hombre nuevo, un tipo que quizás tenga nuestro mismo rostro (Homo Digitalis), el rostro de alguien que escribe para un blog o el rostro de alguien que lee los blogs que otras personas escriben y que, a su vez, escribe en blogs que siempre termina por enlazar al Facebook.
Los atrapé en el espejo, o sea, en la pantalla (imaginen un emoticon aquí).
Entonces, si según Baricco, o digamos mejor, según mi lectura de Baricco, la estructura de funcionamiento de Google determina-determinará las estructuras mentales del hombre nuevo, también pudiéramos decir que Facebook, determina-determinará las estructuras sociales en las que éste va a moverse. Dirán que es un poco exagerado, pero se ha comprobado que la mutación va accionando de estos modos. Los flash mobs sobre los cuales les venía hablando, son un síntoma de estas transformaciones, apenas la punta de un iceberg gigante: la articulación social a través de los dispositivos digitales.
Esta articulación es, prácticamente, virtual, lo cual permite a los individuos sumarse a múltiples y variadas causas. El mob de personas de carne y hueso, se irá conformando en ocasiones especiales de una manera viral por medio del envío de correos electrónicos o mensajería instantánea, en tales comunicados figurará el lugar, la hora y quizás algunas instrucciones sobre la acción a realizar. Las acciones serán simbólicas y además brevísimas.
Ahora, aclarados algunos conceptos, permítanme describirles aquella escena que dejé tirada a la mitad hace quizás más de una página: esta trayectoria de sentido funciona de manera casi hipertextual.
Alrededor de 40 personas conspirábamos en las adyacencias de una entrada de la estación Plaza Venezuela. Mientras nos mostrábamos, los unos a los otros, los carteles que habíamos preparado para la ocasión, acordamos las estrategias a seguir, y Antonio reveló la señal, a través de la cual nos indicaría que había llegado el momento de subir el telón.
El colectivo había recalcado la importancia de conformar una masa heterogénea, constituida por gays de férrea militancia, gays de ocasión, y no-gays para demostrar que todos podíamos convivir pacíficamente. Este objetivo se logró con bastante éxito, y se apreciaba en los mensajes que cada uno escogió para su cartel.
Me pareció una experiencia muy interesante que la mayoría de las personas que participamos en el flash mob, nos estábamos conociendo esa misma noche. Yo me enteré del asunto porque mis amigos Daniel y Antonio, pareja gay de inquebrantable militancia y organizadores del evento, me pasaron una invitación por el Facebook. Apenas leí el programa que esos dos se traían entre manos, literalmente aluciné. El plan era sencillo, aunque un poco temerario, considerando la moralina rancia que adereza la vida del grueso de la población caraqueña, y consistía en que parejas gays y parejas no-gays, se besaran en los vagones del metro un viernes por la noche. Una paradoja del tamaño de una casa, la cursilería de un lado y la transgresión del otro. La configuración simbólica de lo que, a mi juicio, esta ciudad necesita: AMOR.
Esa noche me sentí como una reportera de guerra, llevaba la cámara escondida en mi bolso y una leve paranoia me estrellaba contra desenlaces imaginarios, sin que esto me hiciera poner los pies en polvorosa. Imaginé que los empleados del metro nos sacaban en filita india del vagón, que me arrebataban la cámara y nos montaban en una jaula de la Policía Metropolitana. También imaginé que un tipo de tres metros con aires de machazo nos trituraba hasta volvernos papilla. Imaginé que se producía una trifulca en el metro, que una cuerda de viejas indignadas nos daban de puñetazos mientras nos insultaban a todo pulmón. Luego imaginé que todas estas cosas sucedían al mismo tiempo o, al menos, en sucesión aleatoria.
Pero, contra todo pronóstico, la actividad fue un éxito. Cuando, a la señal convenida, acompañándose con su guitarra, una de las chicas empezó a cantar boleros y los manifestantes comenzaron a besarse, yo hice lo que se suponía que debía hacer: encender la cámara y desplazarme por el vagón mientras mostraba un cartel en donde se leía en tipografía muy grande “Creo en el amor”.
Un comeflorismo sin mácula flotaba en el ambiente. La escena terminó por resultar un poco chistosa. Los que no se besaban, alzaban sus carteles y coreaban la versión de “Bésame mucho” más original del continente americano. Décadas de boleros mandados al demonio por una horda de muchachos que jamás escuchan boleros pero que, no obstante, se sentían cómodos apoderándose de sus letras y re-territorializándolas, situándolas en nuevas cartografías, trazadas por la rebelión tecno-cultural: inéditas formas de apropiación tecnológica que favorecen el intercambio del conocimiento colectivo y fomentan la cooperación entre las personas. La elección de “Bésame mucho”, por distintas razones, no había sido gratuita, era un proceso inconsciente que colocaba al amor gay, junto al amor de nuestros padres y abuelos, en el canon del bolero. El canon, por excelencia, del amor latinoamericano.
La buena vibra picaba y se extendía.
Las reacciones de los desprevenidos usuarios del metro fueron diversas. Algunos se reían, otros hacían chistes, los más, simplemente se hacían de la vista gorda. Nos bajamos en la siguiente estación, luego de gritar algunas consignas, para esperar el próximo vagón en donde repetiríamos el numerito. Estuvimos en esas desde Plaza Venezuela hasta Los Dos Caminos. En esta última estación el grupo de disolvió, y cada quien agarró por su lado. La manifestación no duró más de una hora.
Le devolví la cámara a un Antonio sonriente y eufórico. Recuerdo que hice un chiste sobre la camarógrafa amateur que era. Ellos harían la post-producción, me dijo, luego agregó, indulgente, que así las tomas fueran malísimas, algo podrían hacer con ellas a la hora de editarlas. Me sentí aliviada. Lo abracé y le hice a los demás chau con la mano, acto seguido tomé el vagón que me acercaría a mi casa. El camino de vuelta me dio oportunidad de rememorar las imágenes que había capturado e interpretarlas a través de mis lecturas mal digeridas y de estos enfoques teóricos de los cuales nadie puede salvarse.
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