sábado, 13 de marzo de 2010

La eternidad se llama lunes



por Luis Felipe Castillo

A Juan Villoro

La reconocí apenas pronuncié su nombre. Ella me ayudó con un gesto de reparo idéntico al que le vi hacer cuando era una niña. Me hubiera bastado dar con un rostro ordinario, unas facciones que me aislasen del conjunto, pero la presencia de Daniela y la natural tensión de la primera clase –las treinta caras extrañas que te miran y juzgan mientras hablas de cosas sin importancia, como la bibliografía, la asistencia, la dificultad de la materia– me impidieron actuar de forma menos torpe. Al final de la sesión, sudado, y en tanto respondía cuestiones de trámite, las horas previas, ya superadas, se convertían en el inicio de lo que me alimenta, desgasta y aniquila.
Daniela pasó frente a mí y abandonó el salón. Yo vi su pelo castaño y por recato no me entretuve en sus nalgas. Cuando me quedé solo, cerré mi carpeta y decidí ir al Departamento y solicitar que me dieran otra sección, o que a ella la cambiasen, la asignaran a otro profesor. No tardé mucho en darme cuenta de que eso era imposible. ¿Qué podía alegar ante la pregunta extrañada del Jefe de Departamento? ¿Que Daniela era sobrina de mi ex–mujer, con la que, de paso, yo había tenido un lío del quinto carajo? Evidentemente eso no se puede decir en una oficina, y menos aún contar lo que ocurrió, sin tragos de por medio. Además, en todo ello, los otros –en este caso el jefe– sólo observarían mi desaliento y nerviosismo.
Por eso no tuve más alternativa que acostumbrarme a tenerla frente a mí dos veces a la semana, como estudiante.

Daniela prestaba mediana atención, no molestaba y aun cuando me retaba con su silencio, no podía decir que fuese algo intolerable.
Sus exámenes fueron mediocres, aunque no tan malos como para reprobar la materia. El doce que obtuvo como calificación quizás resultó más de mi temor a enfrentarla que de sus desmañados intentos por resolver los ejercicios. Claro, en todas las oportunidades que le subí un punto (o que no se lo quité) me dije que era un cobarde y un pendejo, pero siempre he sido benévolo con las notas y ese no era el momento adecuado para cambiar.
No me enteré de lo que escribió sobre mí en la cartelera en la que los estudiantes drenan sus frustraciones, hasta que la misma Daniela me confesó que la idea y el dibujo habían sido suyos. Rió al decírmelo. También me pidió disculpas. De modo que pasó un semestre sin que me viera representado por una viñeta que me mostraba golpeando a una mujer. La leyenda, más bien la burbuja con la que se habla en las caricaturas, y que acompañaba a mi imagen, decía: Yo soy así, duro.
El agotamiento causado por los tres cursos que tuve que dar, más la presencia de Daniela, me impulsaron a hacer mi equipaje e irme a la playa apenas finalizaron las clases. Entre el sol, la ausencia de obligaciones, el whisky y los libros que el trabajo me había impedido leer, podría recuperarme. Creí haberme ganado el descanso, ya que había podido manejar la situación, pisoteando mi dignidad, es cierto, pero logrando evitar un problema de contornos borrosos. Esa era mi victoria, y el hecho de que estuviera solo, sin alguien a quien explicar lo ocurrido, me permitía encubrir mi malestar y, de surgir la ocasión, disertar sobre moral, equidad y temple con cualquiera de los vacacionistas que por las mañanas tomaban sol y se bañaban y al anochecer se reunían alrededor de la piscina.
Ya de nuevo en Caracas, una tarde en la que revisaba mis apuntes y miraba a través de la ventana, observé a Daniela subir las escaleras que desembocan justo frente a mi cubículo. Por un segundo tuve la esperanza de que no fuese a mí a quien buscara, no obstante al apoyarse en el marco de la puerta y saludarme no dejó dudas acerca de su intención de trasponer el umbral, que era mucho más que un límite físico.
El sudor puede ser instantáneo, lo sé, aunque siempre lo olvido. Tengo que enfrentar experiencias que despierten mis temores para recordar esos caprichos del equilibrio bioquímico. Levantarme de la silla e invitarla a pasar no fueron mis actos más torpes, lo peor fue hablarle del clima y darle consejos sobre cómo estudiar determinadas materias. No llegué al extremo de señalarle su lejano parecido a Claudia, si bien eso habría servido para ahorrar algo de tiempo.
Ocupó uno de los asientos disponibles ante el escritorio. Se quedó callada mientras oía mis originalísimas recomendaciones didácticas que cesaron al yo advertir que estaba haciendo el ridículo. Daniela abrió uno de los bolsillos de su morral y sacó un sobre y de éste unos papeles. Sus movimientos me parecieron poco menos que aristocráticos. Cuando al fin articuló las primeras sílabas ya estaba desesperado.
–Tengo aquí una carta de Claudia –dijo–. No está dirigida a ti sino a mí. Es difícil que sepas que ella murió hace dos noches. No tenías por qué saber que estaba enferma, a menos que alguien, alguno de esos amigos comunes que tuvieron, te lo haya dicho. Claudia desarrolló un problema hepático que la mató en meses y durante esa época no vio a nadie, no aceptó visitas. No sé si estás enterado de que se había casado de nuevo. Su esposo, su viudo, se llama Marcos, una persona a la que he visto sufrir y a la que el trato diario me ha hecho tomar cariño. Él no está al corriente de lo que aquí –y con un ademán señaló los papeles– se dice.
Sí, estaba al tanto de que Claudia se había casado nuevamente. Octavio, mi hermano, se la había tropezado en una tienda. Él me contó del encuentro una de esas noches en la que nos vemos en un bar para hablar de nuestras vidas. Él me habla de su rutina familiar y yo de mi trabajo (y de la amenaza en que habito), cuando estamos hartos; aunque casi siempre discutimos acerca del beisbol (nunca de política, el acuerdo es no perder demasiado tiempo). A veces conversamos sobre nuestros hermanos. Aquella noche Octavio dijo:
“Me encontré a Claudia. Andaba con un tipo. Apenas me vio, se acercó: 'Hola Octavio. Te presento a mi esposo', aclaró, nerviosa. Estábamos en una farmacia. No compró nada. Se fue de inmediato. Creo que cambió de planes al verme. Su saludo fue una forma de huida.”
No hice ningún comentario. Pero qué otra cosa podía sentir ella si no vergüenza. Después del enredo que fue nuestra ruptura, de los meses de zozobra que siguieron al mediodía en que yo fui a casa de sus padres con el propósito de hablar con ella y buscar la manera de no odiarnos, y mi dedo encima del timbre, esas repetidas tentativas de insistencia digital, sólo sirvieron para que en el momento en que empujé la puerta que descubrí entreabierta, viese medio ocultos a Claudia y Julio, abrazados, como si se defendieran, con el tacto, de un temblor. Los segundos o minutos que otorgué pulsando el timbre les sirvieron para vestirse, pero la tosca rapidez de la angustia impidió a Claudia ponerse el sostén, aunque sí pudo taparse con el short y la franela que poco antes se había quitado. “No estábamos haciendo nada. No estábamos haciendo nada”, dijeron ambos, aún abrazados, a una pregunta que no hice. Fue ese el instante en que vi en el piso el sostén, que agarré y mostré como prueba de que, sin duda, les creía. Entonces perdí la calma y en lugar de pasar la llave que Claudia en su excitación dejó inserta en la cerradura, forcejeé con Julio, aunque no logré evitar que escapara por la misma puerta que pude haber cerrado. Aún tenía el sostén en la mano en el momento en que enfrenté a Claudia. Recuerdo que hice un gesto melodramático que habría destrozado sin piedad de haberlo visto en una película. Le pregunté por qué había hecho eso. Ella se refugió en el sofá. Y yo la golpeé, en el rostro.
Sólo Julio, Claudia y yo (y Daniela y su familia, y Octavio, ahora) sabemos qué pasó. Mientras ellos planificaban qué hacer, yo procuraba averiguar la dirección de Julio y como no pude hacerlo lo esperé al día siguiente a la salida de su trabajo, que además era el de Claudia, y le arrojé un frasco de tinta a la cara. Enseguida vendría su denuncia, la firma de la caución y para mí comenzaría un despecho que duró años.
Poco a poco fui enterándome de las distintas versiones que circularon sobre lo ocurrido. Claudia ocultó a su familia la verdad, según noté en la actitud de ellos hacia mí. Lo que fue público, por su elocuencia, fue el hecho de que yo la había golpeado a ella y había agredido a Julio. Cuando me llegó el citatorio, me di cuenta de que se defendían de mí y defendían lo que habían hecho. Meses después me los topé en un local nocturno y pensé que el remordimiento y el temor no les impidieron establecer una relación “seria”. Supongo que el miedo a que los acosara, como hice, desapareció al escuchar al delegado que con un grito me obligó a firmar la caución.
La rabia que sentí por ser el único infractor, “por haber golpeado a una mujer”, como decía la boleta de encarcelación de la que me libré al firmar un compromiso humillante, casi me impulsa a revelar qué fue lo que pasó. Pero sabía que nadie me iba a escuchar, que Claudia, callando, había hecho todo lo necesario para victimizarse. Le bastaba subir la cara y mostrar su ojo amoratado. Y me avergonzaban los cachos... por eso tampoco dije nada. Más tarde supe que a pesar de los esfuerzos de Claudia, Julio no fue tan discreto. Él sí contó. Él se vio obligado a justificar por qué yo lo busqué. O quizás, como hacemos los hombres, relató la parte jocosa del asunto, cuando ya no se sentía amenazado. Esto comencé a suponerlo a partir de una conversación que tuve con Gabriela, una amiga de Claudia. Después de aquel mierdero me quedé solo y desprestigiado, por cabrón y por macho, aunque suene ridículo. Gabriela, sin embargo, en una oportunidad se disculpó de su afecto por mi querida ex, hoy muerta. Me dijo: “No he tenido noticias de ella. Hace mucho que no la veo”, y en el tono percibí que se había puesto de mi lado. No obstante, sé que los padres de Claudia, escandalizados por mi comportamiento, no han sabido hasta fecha muy reciente que la encontré tirando en el sofá en el que ellos reciben a sus visitas, cosa que, supongo, me excusa en parte.
Pero no dije nada. Ni en aquel momento, a Daniela. Ni meses antes, a Octavio.
–Cuando Claudia y tú se casaron yo sólo tenía doce años y no vivía en Caracas, ¿recuerdas? –señaló Daniela–. El lío enorme que fue la ruptura de ustedes me lo ocultaron, como se hace con todos los asuntos vergonzosos. Sin embargo, de lo que pude entender quedaba claro que sólo podías ser un salvaje. Y, desde luego, si por aquellos años te hubiese visto en la calle, te habría escupido a la cara... Al entrar al salón el primer día de clases, de inmediato caí en cuenta de quién eras tú. Cuando Claudia me preguntó por los profesores de mi primer semestre y yo le dije tu nombre, susurró asustada: “¿César Flores? ¿Sabes quién es él?” Y enseguida detalló lo que ella había asumido como cierto... Propuso que me cambiara de sección, cosa que traté y que no logré por no tener un buen pretexto que no implicase hablar de mi intimidad.


Una vez que me separé de Claudia pude evitar los pequeños y fortuitos encuentros con sus familiares con relativo éxito. En la mayor parte de las ocasiones pude huir sin que me vieran. Las oportunidades en las que el choque fue inevitable, nos ignoramos, pasamos uno al lado del otro sin ofrecer gestos de reconocimiento. Sé que soy un cobarde porque en cada ocasión que me encontré a alguien emparentado con Claudia y que conocí estando con ella, temblé. Inclusive, cuando huí, cuando pude ver antes de ser visto, también sentí miedo. Supongo que tuve pánico a una posible pelea, a los insultos públicos, a lo que podían decir de mí. Por eso daba la vuelta y me alejaba, cruzaba la calle, tomaba otro rumbo. De esa forma evitaba la refriega y el desprecio. Con Claudia actuaba de manera opuesta. A ella que, como yo, conocía los hechos, sí la enfrentaba. Con ella no perdí chance y le devolví todo el ultraje del que sentí haber sido objeto durante los años que siguieron a nuestra separación.
–Ya Claudia estaba enferma –(¿tengo que decir que es el recuerdo de la voz de Daniela?)–. Y como siempre tuve buenas relaciones con ella, la iba a ver casi todas las noches. Cuando no podía ir a su casa, la llamaba por teléfono. Pasó un tiempo sin que me hablara de ti. Hasta que la semana pasada me dijo que tú no eras tan mierda, que ella era peor. Y me entregó esta carta. Como sabes, murió anteayer. Yo leí esto apenas pude y me enteré de cosas que nadie en mi familia sospecha. Esta carta es mía pero te la puedo mostrar, si quieres. Ahora que sé, me veo obligada a pedirte disculpas por la manera en que te miré durante las clases, por los comentarios que hice las veces que mis compañeros hablaron de ti, por lo que dice mi familia.
Otra vez me quedé callado. No obstante, estuve a punto de pronunciar una frase hecha y restar importancia a la situación.
Ella continuó.
–Hasta he pensado hablar con Marcos, porque la carta tiene que ver con él. Claudia lo dice sinceramente: a él no le pegó los cuernos. Es el único hombre al que no le pegó los cuernos. Y él está súper jodido. Posee una imagen de Claudia parecida a la que yo tenía. Aunque sé que es un disparate, al verlo llorar me provoca decirle que Claudia fue una mierda contigo y con todos los hombres antes de que él le pusiera frenos... Pero eso no va a servir de nada...
Sé que fue un pensamiento egoísta, sin embargo sólo fue un pensamiento. Estuve a punto de preguntarle si a Julio lo había llenado de cachos. Daniela había dicho: “Marcos es el único hombre al que no le pegó los cuernos.” Eso incluía dentro del grupo de insuficientes al hijo de puta de Julio. “Dios existe”, me dije y reí. Y me lo figuré sorprendido, como yo, sin poder creer que eso le ocurría precisamente a él. Sonreí y oculté a Daniela mi acción con una mirada que procuró ser alentadora.
–Es mejor que Marcos no sepa lo que ocurrió –dije entonces–. ¿De qué puede servir? Él tiene su historia particular con ella, parece que feliz. Déjalo en paz.
–Es verdad... Quien no está en paz soy yo. La culpa me jode. Sé que haberte atemorizado a lo largo de un semestre fue injusto. Te vi romper la tiza en varias ocasiones, te oí murmurar mi nombre en lugar de pronunciarlo. Critiqué tus clases sin compasión. El dibujo que está en la cartelera de la facultad y en el que apareces pegándole a una mujer, lo hice yo.
–¿Cuál dibujo? –pregunté.
Rió. Bajó la cabeza.
–Ya lo vas a ver. Creí que el chisme te iba a llegar más rápido. Te pinté igualito, incluí lentes, bigotes, la chaqueta de la que te desprendes apenas entras al salón... Discúlpame, esa era la idea que tenía de ti... Quise mucho a Claudia. Ella siempre fue muy buena conmigo. De mis tías fue la que más cariño me dio. Era la persona que más deseaba ver cuando venía a Caracas, más que a mis abuelos, más que a mis otras tías, más que a mis primos. Y descubrir que fue una mierda con mucha gente me duele y me jode...
Yo pensé que era la segunda persona que me anteponía a Claudia. “Dios existe”, repetí, y casi vuelvo a sonreír.
Daniela guardó silencio, dobló la carta y la metió en el sobre. Cuando cerró su morral y se lo llevó a la espalda, se mordió los labios en un gesto demasiado expresivo para ser espontáneo. Entonces susurró, casi rogó:
–Invítame a tomar algo, necesito emborracharme.
No iba a ir con ella a ningún sitio. Las razones eran evidentes: su familia y yo nos odiábamos. Podía haber sido todo parte de un malentendido, de una invención, pero el odio era real. Mil veces lo había sentido, mil veces lo había evadido, mil veces lo había imaginado. Me negué.
–Tremendo escándalo se arma si alguien nos ve... No, déjate de vainas.
–Me quiero tomar algo... Por favor
–No, no. Mejor no...

La tarde en que me enteré de la muerte de Claudia, yo sí me emborraché. Llamé a Octavio y nos encontramos en un bar. Le conté lo que me había ocurrido y él, tras meditarlo, dijo:
–Menos mal que te separaste de esa mujer. Ahorita el viudo serías tú.
Decidí no hablar más del asunto, aunque esa noche fueron varias las oportunidades en que imágenes de Claudia, que la memoria congeló, me estremecieron.

Quizás la culpa sea de la lluvia, o del drenaje de la ciudad, o mía, o de Daniela, o de todos, o de nadie.
Salir del trabajo e ir al cine es algo que hago con frecuencia. Esa era mi intención el día en que la hallé resguardándose del agua bajo el alerón de una caseta telefónica. La vi antes de que ella me viera a mí. El tráfico lento a la salida de la universidad era un indicio de que Caracas había colapsado. Mientras avanzaba entre los carros que peleaban por metros, por centímetros, de asfalto mojado, decidí llamarla y ofrecerle ayuda. La miré hacer un gesto de impotencia, la vi balancear su peso sobre una pierna, luego sobre la otra y seguidamente asumir una posición de espera. Un poco antes de estar frente a ella toqué la corneta, pero mi seña se perdió entre los sonidos del embotellamiento. Por eso insistí y entonces Daniela volteó. Alcé mi mano derecha, la saludé e hice un ademán con el que la invité a subir. Daniela miró a los lados, calculó sus pasos y salió de su refugio en dirección a la puerta que ya le había abierto.
–Uff, qué clima de mierda –fueron sus primeras palabras.
Entonces se pasó las manos por el pelo y lo anudó en una trenza. Después enjugó su frente (mal, porque de la ceja izquierda, la que estaba más cerca de mí, resbaló una gota que evadió el ojo, cruzó su pómulo y desafiando la lógica llegó hasta sus labios). Ese fue el momento en que sonrió.
El conductor que estaba detrás de mí tocó la corneta y por su actitud supuse que me lanzó una puteada. Le hice una señal de calma con la que traté de indicarle que los carros apenas se habían movido. Pero la respuesta fue un cornetazo y, presumo, otra injuria. Subí el vidrio, saqué de la guantera un paquete de klínex, que le di a Daniela, encendí el aire acondicionado y apagué la radio.
–Caracas es un verdadero caos cuando llueve –apunté, molesto, haciendo un esfuerzo por no caer en una discusión absurda con un desesperado harto de plomo y desencanto.
–Cuando llueve, cuando sale el sol, cuando habla el presidente, cuando se para el Metro. ¿Cuándo no? –respondió Daniela.
Yo reí, y pensé que la juventud es intolerante y no se lo dije porque era el argumento de un viejo, de un viejo de treinticuatro años a cuyo lado estaba una jovencita (casi una niña) que los ojos de la lujuria hacían parecer una mujer.
Hablar con Daniela sin tener que recurrir al pasado y, por tanto, a Claudia, era complicado. Mi historia con ella se reducía a una conversación previa y a un ayer desdibujado en el que la miré jugar con sus muñecas o la escuché recitar los adefesios que las maestras de primaria enseñan a los niños para las fiestas patrias o el día de las madres. Eso tampoco me servía de mucho. Por lo que, luego de sonreír, y de ver la gota de agua ir del encuentro de sus labios a la busca de su barbilla, para enseguida caer sobre el muslo que su jean contenía, recurrí a la inmediatez y dije:
–Parálisis andante.
–¿Cómo?
–Parálisis andante –repetí, y lo pronuncié en cursivas–. Es el título del libro de un amigo. Así llama a las colas de Caracas.
–Uff –exclamo de nuevo–. Qué tema. Debe ser enternecedor. ¿Y qué dice sobre la contaminación?
–Sobre el smog escribió su padre.
–Caramba, qué amistades tienes. No me digas que el libro se llama Oh smog.
Para qué le iba a decir que sí, de cualquier manera no me hubiese creído.
–De aquí saldremos de noche.
–Sí –agregó ella.
Y después de mirar por la ventana, calló.
Estuvimos peleando con el tráfico y el silencio. No encendí la radio porque podía parecer un acto grosero, ser interpretado como la delimitación de mi espacio, de mi desamparo. Pero eso no era verdad. Mi negativa anterior había sido producto de la sorpresa. Era cierto que el sentido común me indicaba que lo prudente era mantenerme lejos de Daniela. Sin embargo, ya había dado el primer paso. De manera que al acercarme a una rampa que nos permitiría ir por otra vía, le propuse:
–¿Por qué no salimos de esta cola y vamos a tomar esos tragos que te debo?
Aquello ocurrió un jueves. A la mañana siguiente yo no tenía clases pero Daniela sí. Por eso, a las diez de la noche abandonamos el tugurio en el que con recato evitamos tocarnos.
Ella dijo que podía irse sola. Yo, naturalmente, no lo permití.
–Sólo hay que tener cuidado. Ni a ti ni a mí conviene otro problema familiar. Te llevo a tu casa. Una cuadra antes me avisas...
–No hace falta –me interrumpió–. Vivo en un edificio y el apartamento de mis padres no da a la calle. No van a estar esperándome, nunca lo hacen.
Al bajar del carro Daniela me dijo: “Gracias por la noche, por olvidar el pasado” (sólo días más tarde supe que 'olvidar el pasado' significaba no hablar de Claudia). Yo creí que iría hacia la entrada, sin embargo cruzó hacia la izquierda y ya en mi ventana se despidió otra vez. Luego caminó hacia la caseta en la que un guardia peleaba con el frío y la noche.
Cuando el lunes siguiente entré a mi oficina, hallé un mensaje de Daniela. Lo componían dos números y una palabra. Los números eran 209 y 11:00. La palabra era su nombre.
Pensaba corregir unos exámenes que debía entregar el miércoles próximo. Por ello los saqué del archivador y los puse sobre el escritorio. Seleccioné cinco, los que me parecieron mejores. Procuré entonces concentrarme, sin éxito. ¿La nota de Daniela era parte de un coqueteo que se había iniciado la tarde que fue a mi oficina, o la anterior noche neblinosa en la que ambos nos refugiamos en un bar? ¿Era correcto que yo, siendo profesor, y ella estudiante, llevándole cerca de quince años, diese los pasos que nos reunieran en una cama? ¿Y el “detalle” del pasado común, su miseria? ¿O sólo quería decirme algo, otra parte de la historia que compartíamos?
Miré la hora. Apenas eran las nueve y media. Daniela debía estar en clases. Pensé que esa era la mejor ocasión para irla a buscar y, en el pasillo, hablar con ella. Supuse que el lugar haría inofensivo el diálogo. Por eso cerré mi oficina y fui al aula 209.
Al asomarme a la ventanilla la ubiqué. Estaba concentrada en lo que un profesor, que yo no podía ver, anotaba en la pizarra. La miré. Vi sus labios llenos, sus pezones firmes y la sonrisa con la que celebró algún chiste, sonrisa que enseguida dirigió también a mí porque se percató de que la observaba. Me hizo una seña, apuntó algo en su cuaderno, se levantó y salió.
–Qué bueno que viniste. Creí que no te atreverías.
–¿Por qué?
–Porque no es tan sencillo. Si en mi casa descubren que me veo contigo... Piensa en tus lejanas ex–cuñadas, en mi abuela.
–¿Y qué hacemos?
–Espérame. Salgo de clases y te voy a buscar.
Regresé a mi cubículo. Tomé de nuevo los exámenes e intenté concentrarme, no obstante, a medida que se acercaba el momento de ver a Daniela la erección que tenía desde que hablé con ella se hacía más intensa y no pude trabajar.
A las once y diez Daniela tocó la puerta. Después la empujó y cerró tras de sí. Yo había corrido las persianas, de modo que pudimos besarnos y estrujarnos y hacer el ruido necesario como para que cualquiera que pasase enfrente se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo (pero ni ella ni yo estamos tan locos, aunque los hechos lo contradigan). Luego de voltearla y pegarla a la pared, mientras acariciaba sus tetas y abría sus piernas, y ella se quejaba y se movía y se echaba hacia atrás, decidimos sosegarnos e ir a mi casa.
Ella salió primero. Minutos más tarde la seguí yo. El acuerdo fue reunirnos en el estacionamiento. Ella buscaría mi carro y aguardaría cerca de él.
Cuando nos montamos, sonreímos calmados. Ella comenzó a frotarme con la cautela necesaria para que nadie nos viera. De haber sido de noche, Daniela me habría bajado el cierre y yo habría acabado en su boca, le habría metido el dedo mucho más hondo y habría probado el sabor de su piel, asfixiado por su deseo.
En el ascensor no ensayamos todos los apretujos posibles porque esos aparatos se abren de repente. Así que esperamos lo necesario, y apenas traspusimos el umbral de mi casa, le medí los pechos, que se movían aupados por la respiración, y deslicé una mano por el abdomen, mano que después palpó el breve monte bajo el bikini que ya el cierre abierto dejaba ver.
Daniela juntó los hombros y pude quitarle la franela y el sostén y sus senos brillaron con la luz filtrada por la ventana. De sus poros brotaron minúsculas gotas de sudor. Con la lengua recorrí todos los caminos posibles de su piel erizada. Y la vi estremecerse, como si un corrientazo la castigara. Gimió, separó aún más las piernas, se zafó el pantalón y comenzó a quitarme la ropa.
Me acerqué, y con los pulgares e índices le bajé un poco la prenda minúscula y mojada que cubría su vello espeso. Pero no tuve paciencia. De un tirón la arranqué. Y Daniela abrió los ojos y suspiró.
Le chupé la gruta, o menos literariamente, la cuca, desesperado. Estreché sus nalgas. Nos volteamos y ella chupó mi verga. Identificó cada protuberancia, cada surco, cada vena.
La tomé por la cintura, le separé las piernas y al penetrarla ella pareció quejarse. Se lo saqué y se lo volví a meter, mientras ella, apretando las nalgas y abrazándome, reclamó más fuerza. Me trinqué y con un gritó me derramé y ambos compartimos el deseo roturado de lamentos.



Reviso mi pasado reciente y no dejo de atemorizarme. Y veo en mis ojos el espanto, similar al de quienes huyen porque han hecho algo monstruoso, similar al de quienes son nadie y viven en la sombra, similar al de quienes traicionan, o esperan una traición.
A partir de aquel lunes, Daniela pasó los fines de semana en mi casa, que ahora es la nuestra. Tuvo que inventar excusas: “Debo estudiar para un examen”, “Voy a estar muy ocupada haciendo unas láminas”, “Me invitaron a la playa”..., si bien eso no se prolongó demasiado. Con la rapidez que hace todo, ella decidió hablar con su familia. Ante unas personas que no quiero ver, contó las partes de la historia, pasada y presente, que habían permanecido ocultas. Después recogió sus cosas.
Hubo un conato de escándalo. Recibí varias llamadas en las que me nombraron la madre. La voz telefónica maldijo, gritó, ofendió, habló de honradez.
A veces pienso que Daniela es sólo un elemento de mi venganza (y el pensamiento me aterra y no quiero pensarlo). Otras, que es el anzuelo que su familia me arroja (y eso sería violencia fría y voluntad de sometimiento). Si alguna de las dos posibilidades es cierta, tendré que aceptar que he pisado (o creado) una grieta del infierno.
También existen otras opciones. Es real mi satisfacción cuando imagino la incomodidad de los parientes de Daniela (que además lo son, o lo eran, de Claudia) al calcular lo hijo de puta que soy... En algún momento deben perder la entereza. Pero es verdad que yo deseo que mi vida con Daniela prosiga con la sorpresa de todo comienzo, que verla dormir mientras continúo en la cama que ya no sólo huele a mí se repita por años.
En cuanto a ella, el día que decida irse espero que no hable de culpa ni honor, menos aún de arrepentimiento. He visto su boca acercarse y rozar mi oído, como si fuera a decirme un secreto. Rígido me preparo a escuchar cualquier atrocidad. Hasta ahora únicamente he sentido sus labios.
Observo a Daniela y sonrío, aunque no puedo dejar de pensar qué ocurrirá una vez que ella despierte y la vida prosiga. Nuestra felicidad, dadas las circunstancias, tendrá siempre un aire de tragedia aplazada.
Sé que es tonto considerar todo esto. No puedo saber qué sucederá.
Si me preguntaran qué deseo, diría que la eternidad. Pero ¿qué coño es la eternidad? La eternidad debe tener otro nombre. La eternidad se llama lunes.


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