sábado, 13 de marzo de 2010

México: Chilangada por unos días


por Carolina Rodríguez Tsouroukdissian

Atrapada entre las dos Américas, Ciudad de México se mira en el espejo de un norte pujante y también en el de un sur decadente. Mendigos y monumentos, desempleo e industrialización, humo y arboledas se estrechan las manos en la metrópolis de Cantinflas y la serpiente emplumada

Cuando finalmente me bajé del avión pensé, aliviada, que ya no volaría más por unos días hasta que pisé un taxi. Apenas arrancó el carro, el asiento me haló hacia atrás y no vacilé en corresponderle el brusco, pero necesario gesto. Unidos por el peligro nos abrazamos fuertemente. Y no me importó que fuese peludito.

El taxista puso fin a su ayuno con cinco semáforos rojos. Pero el señor sofá y yo concluimos que el último fue mera gula, porque se lo comió por la mitad, quedando atravesado en medio de la vía. Allí, me pareció que la virgen de Guadalupe —colgada del retrovisor— se agitaba de un lado a otro, recordándole al taxista que comer de más es pecado. En ese momento, una cara de culpa se dibujó en el conductor y comprendí que tenía una aliada.

Sí, la santa patrona de los mexicanos estaba de mi lado y el señor asiento también. Así lo creía o, mejor dicho, así lo quise creer mientras las puertas del auto se entretenían jugando voleibol con mi cuerpo, durante todo el trayecto. Pero el taxista puso fin a la partida con un frenazo que casi deja el pavimento como una alfombra mal puesta.

Allí, en pleno centro de Ciudad de México, se erguía mi hotel. Me bajé del taxi compadeciéndome del pobre señor sofá, que estaría atrapado en ese carro para siempre. Dándole unas palmaditas de adiós, le desee un futuro de terciopelo vinotinto y un nuevo conductor.

A Guadalupe, por otra parte, le di las gracias por haber defendido mi vida heróicamente desde los peligrosos predios de aquel retrovisor. Y apenas elevé mis plegarias a ella sentí que tenía algo más en común, aparte del idioma, con las 20 millones de personas que viven en Ciudad de México. Al menos eso ya era algo.

Pero todavía me faltaban muchas calles que pisar, bocados por tragar, música que escuchar y tequila por tomar para entender cómo es realmente un chilango. Así le dicen a los residentes de esta urbe. Hasta ahora lo único que puedo decir de ellos es que se parecen mucho a sus taxis, la mayoría de los cuales son Volkswagen escarabajos (vochos). Ambos confían su pellejo a la buena de Lupita, tienen el chasis pequeño, son acelerados, diestros, ruidosos y son muchísimos.

Con los koalas bien amarrados
Una identificación oficial, la cantidad justa de dinero en efectivo y un mapa era todo lo que necesitaba. Más de eso, ya se podía oler desde lejos. Y en esta ciudad son muchos los que tienen la nariz expectante. Comencé a caminar esperando que mis pies me condujeran hacia la plaza de la Constitución, también conocida como el Zócalo. Pero quienes no andan sobre ruedas están en franca desventaja, pues los carros rara vez se paran en los cruces peatonales.

Continué mi travesía. Parece que los conductores no quieren gastar sus frenos. Pero si siguen así, éstos vivirán más que aquéllos. Eso fue lo que pensé cuando las paredes del Palacio Nacional me avisaron que ya había arribado al Zócalo. Las palomas que allí juegan no saben lo afortunadas que son. Esta es la plaza más grande del hemisferio occidental y en la antigüedad funcionó como centro de la capital azteca de Tenochtitlán, fundada en 1325.

El Zócalo primero fue de los aztecas y después del año 1521, de los españoles. Aquí en Ciudad de México la historia está escrita en capas. Templo sobre templo, casa sobre casa. Ve la superficie y sabrás quién manda. Ve quién está sepultado y sabrás quién se arrastra. Un corte transversal en la tierra es el mejor reflejo de la estratificación social de hoy en día. Abajo, la herencia indígena en ruinas y arriba, todo lo demás.

Divagando en estos pensamientos me dispuse, luego, a averiguar qué había del otro lado de la pared que palpaba. Entré, entonces, al Palacio Nacional, subí un piso y ¿qué había?: otra pared, pero, ¡qué pared! Estoy hablando de Epopeya del pueblo mexicano, un mural de Diego Rivera que tardó dieciséis años en ser lo que es hoy.
En un par de minutos intercambié miradas con más de 2.000 años de historia mexicana. Vi cómo el destino de esta nación pasó de unas manos a otras. De la serpiente emplumada pasó al conquistador Hernán Cortés, de éste a la inquisición española, luego la atajaron las dictaduras mexicanas y, finalmente, la papa cayó en manos de quienes más la requerían: la Revolución y la necesitada clase trabajadora.
Nadie sabe contar mejor la historia del pueblo mexicano que este mural. Los pinceles pueden ser muy elocuentes si se lo proponen y, ciertamente, los de Diego lo eran. Bajé las escaleras del Palacio Nacional y los pies me guiaron a la parte norte del Zócalo. Allí, salió a mi encuentro la Catedral Metropolitana, levantada entre los siglos XVI y XIX. Si eres de mentalidad funcional y minimalista, va a ser difícil que encuentres paz en este templo, sin cerrar los ojos. El estilo “churrigueresco”, o ultrabarroco, que viste esta catedral sólo habla el idioma del detalle y la prolijidad.

Más al norte, mi paso fue interrumpido por el Templo Mayor. Irónicamente, fue la modernidad la que rescató este tesoro de la antigüedad, cuando en 1978 una compañía telefónica advirtió que clavaba sus palas en el techo de lo que fuera el centro político y espiritual del imperio azteca.

Hoy, el templo, junto con su museo, es punto de encuentro fijo para vendedores ambulantes. Muchos de ellos son indígenas. Increíble es pensar que antes utilizaran sus manos para levantar templos como éste y ahora sólo para vender goma de mascar y pedir limosna. Ciertamente, haber recibido a los españoles con alfombra roja no trajo un mejor destino para los nativos de este país.

¡Un vaso de agua, por favor!
En la tarde mis ojos estaban bien alimentados, mas no mi estómago. Le hice señas a mi nariz y ésta, en no más de dos olidas, encontró un hermoso tamal que flirteaba conmigo a distancia desde un quiosco cerca del Zócalo. Queriendo separarme de mi condición de turista, le eché picante como si fuese mexicana, pero más bien reafirmé mi procedencia, cuando me puse más roja que el chile que me tragué y comencé a sudar.

Ciertamente una cantinflada. Pero si es en la tierra de Cantinflas, se convierte en un homenaje. Hablando de comida, quienes de verdad tengan un paladar desatado y multicultural, deberían abrir sus bocas y darle una calurosa bienvenida a los famosos platos de cocina arqueológica preparados con insectos, flores y cactus, entre otras plantas y animales.

Minutos después, ya el picante se había cansado de morderme la lengua. Sin embargo, aún sentía un leve picor en los ojos y supe que la causa era la contaminación del aire, que recrudece su látigo entre la 1:00 y las 5:00 de la tarde. Además de la explosión demográfica y la rápida industrialización, la cadena de montañas y volcanes que rodea la ciudad agrava esta condición al hacer que la polución se quede atrapada en el valle.

Cuando ya el sol se despedía con sus últimos rayos, tomé un taxi hacia la plaza de Garibaldi, lugar donde decenas de mariachis cambian sus canciones por dinero. Llegué junto a la noche a este emblemático lugar y mi primera cita fue con el tequila. Según la guía Fodors de México, las cinco mejores que hay son Herradura Blanco, Reposado; Sauza, Generaciones; Sauza, Conmemorativo; Cuervo, 1800; y Sauza, Hornitos.

Allí me sorprendieron con un vasito de lo que ellos llaman “sangrita”, hecha con jugo de tomate, jugo de naranja, limón, sal, azúcar y chile. Flanqueada por despechos ajenos y los gigantes sombreros que llevaban los mariachis recorrí la plaza con un poco de Cuervo 1800 en el estómago, mientras mi oreja se robaba una que otra de las rancheras que salían de los potentes pulmones de aquellos músicos.

Un museo en cada esquina
Quienes deseen acercarse a Ciudad de México a través de sus artistas, deben anotar en su itinerario una visita a Alameda Central. El mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, en el Museo Mural Diego Rivera; y la colección de pintura indigenista del Museo Nacional de Arte, son dos destinos que no pueden obviarse. Ahora es hogar del arte, pero no podía evitar pensar mientras paseaba por ahí que esta zona fuera el lugar donde la Inquisición quemaba a los herejes y, siglos atrás, el sitio donde los aztecas armaban un gran mercado libre.

Pero no todas las atracciones están clavadas en el medio de la urbe. Los que quieran llenarse la mirada de verde por unas horas y pasar una tarde respirando aire fresco desde el asiento de una bicicleta, tienen la opción de ir al parque de Chapultepec. Allí está el cerro Chapulín, donde hay un castillo neoclásico que domina una hermosa vista de la ciudad. Y en las adyacencias del parque están el Museo Nacional de Antropología y el Polyforum Cultural Siqueiros.

Otro destino recomendado, fuera del centro, es Coyoacán, punto de encuentro de la elite artística y académica de Ciudad de México. Allí puede uno escudriñar en los mercaditos bohemios, chuparse los dedos en deliciosos restaurantes, mirar las mansiones coloniales que modelan en las calles y pisar el hogar de la pintora mexicana más famosa, en el museo-casa Frida Kahlo.

Doscientos cuarenta y ocho
Para lo último dejé lo primero, lo más antiguo: la ciudad de piedras de Teotihuacán. Cuando llegué, después de una hora de camino, no pude evitar arquear mis cejas lo más posible para darle cabida a aquella inmensidad. Es tan grande que pensé que no me entraría en la mirada. Por fin no me sentía culpable de estar caminando sobre una ciudad indígena enterrada. Ésta estaba al descubierto y con mis pasos no molestaría a ningún dios antiguo, como sucede en Ciudad de México, que está construida sobre las ruinas de la civilización azteca.

Este es el mejor museo, pues está al aire libre y puede uno caminar por la Calzada de los Muertos, la Ciudadela, el Palacio del Jaguar, el Templo de Quetzalcoatl (serpiente emplumada), el Palacio de Quetzalpapálotl (ave-mariposa), la Pirámide de la Luna y la Pirámide del Sol. Trepé por los escalones de esta última: uno, dos, tres... doscientos cuarenta y siete, y doscientos cuarenta y ocho. En la cima, comprendí por qué los aztecas dijeron que ésta es la ciudad donde los hombres se convierten en dioses.

De pronto estuve sola en el tope de aquella soberbia pirámide y se me apareció un jaguar rojo. Caminaba lentamente hacia mí. Yo, en silencio, retrocedía paso a paso hasta que mis pies quedaron balanceándose en el escalón doscientos cuarenta y ocho. Volteé hacia abajo y noté que Quetzalcoatl me sacaba la lengua desde el escalón uno, mientras agitaba sus plumas. El equilibrio se rompió, mis cansadas rodillas cedieron y, súbitamente, un molesto pito comenzó a sonar. Abrí los ojos. Era el despertador. Es hora de empacar y partir.

Camino al aeropuerto le pedí al taxista que se detuviera para comerme algo. “Unos tacos mixtos, por favor, y con picante”. Cuando llegué, advertí que el picante no me había parecido fuerte y que no temblé en el taxi. ¡Me acostumbré a la velocidad y al chile! ¡Soy una auténtica chilanga! Esta convicción duró hasta que el picante se manifestó por segunda vez. Supongo que no todas las partes del cuerpo se adaptan al cambio. Como diría Cantinflas, “ahí está el detalle”.


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